Victor Moreno. Prólogo “Cómo sé que valgo para escritor”

PRÓLOGO

Cómo sé que valgo para escritor

 

«No sé qué es lo que debo hacer para que me consideren una escritora.»

Carmen Posadas, Diario de Navarra, 7.11.1998

La pregunta que más preocupa a una persona que quiere ser escritor y que los demás te reconozcan y acepten como tal es esta: «¿Cómo sé que valgo para escritor? ¿Existen garantías esperanzadas de confirmarme como escritor?».

Se dice que son muchos los llamados a la república de las letras, pero no hay tal reclamo. En esta historia nadie llama a nadie. Es uno quien se monta su tramoya acústica creyendo que una voz del más allá o del más acá lo nombra en la oscuridad.

En esto, hay mucho misticismo y metafísica barata. A algunos escritores solo les falta decir que algo o alguien, un demiurgo llamado Flaubert o Faulkner, por ejemplo, los ha llamado desde el cielo o desde el abismo y les ha susurrado al oído medio: «Desde el útero materno estabas destinado a ser escritor». Algo parecido a lo que se decía antes de las vocaciones sacerdotales. Dicen que las llamaba Dios. Y se hablaba de vocación. Hasta que los aludidos se hartaban y lo mandaban a hacer puñetas. A Dios y a los que traficaban con su nombre.

¿Vocación? Llámenla como quieran. Vocación, afición, oficio, inclinación, pasatiempo, delirio, enfermedad, destino, patología o insuficiencia. ¡Qué más da que se llame de una forma o de otra! Al final, el recorrido es idéntico, denomínese ventura o estimulación. Empieza y termina en uno mismo. Y es uno mismo quien, según carácter, inteligencia y ambición, sorteará las dificultades que se le presenten en su inclinación irrefrenable hacia la meta o encontronazo en el muro de la indiferencia mayúsculo. Pero no nos engañemos. O, si lo hacemos, hagámoslo con cierta elegancia, es decir, sin llamar la atención, ni intentando producir lástima a la propia abuela.

Reconozcamos que somos tan ilusos que nos creemos libres de hacer y deshacer lo que nos venga en gana de forma pura y sin intromisiones, sin reparar en que hace ya mucho tiempo que dejamos de ser hacedores de nuestro propio destino, como gustaba decir a los filósofos de antaño. La libertad es una ilusión. Y somos ilusos si pensamos que somos libres de ser y hacer lo que queramos y deseemos. Hace ya mucho tiempo que vendimos nuestra libertad por un plato de garbanzos llamado seguridad, pero que no es otro vestido que el que tiene la servidumbre voluntaria de presentarse.

Iluso viene de ilusión (illusio, engaño). Del verbo illúdere, que significaba, en principio, burlarse o mofarse de alguien.

Hasta bien entrado el siglo XIX, ilusión era sinónimo de engaño, de percepción irreal de las cosas. Luego, se le añadiría ese optimismo que pretendemos ahora, entendiéndose como esperanza que se tiene o se pierde, como reza el título de Las ilusiones perdidas, libro de Stendhal que aconsejo leer a cualquier aspirante, así como la novela Martin Eden, de Jack London. Animan a ser escritor, pero sin metaplasmos idealistas.

En este contexto, iluso puede entenderse como ese estar dentro del juego. Mientras dura, la ilusión resulta maravillosa como acicate esperanzador. Dentro de esa atmósfera, llegamos a pensar que somos nosotros quienes motu proprio nos introducimos en ese juego de la escritura, ejercido libremente, sin intermitencias. Lo cierto es que, desde que nacemos hasta que entramos en el definitivo ocaso, no somos sino feliz marioneta del deseo, producto de unas maravillosas circunstancias que son el azar, la mecánica de la repetición y el genoma más o menos estropeado ab ovo. Sin olvidar que desde el principio somos ya viejos, pues la velocidad lo consume y lo vomita todo con velocidad uniformemente acelerada. Bien mirado, existe el pasado. Y, a veces, ni este, pues traficantes interesados de la memoria los hay en cualquier ámbito.

Por eso, conviene matizar. Porque escribir, lo que se dice escribir, las personas lo pueden hacer cuando y donde quieran aunque no sé si debieran. Porque, si lo hacen, no se conformarán con el simple gesto de emborronar un papel, sino que desearán que los otros –luego, se verá quiénes son estos–, les hagan caso, los reconozcan como tales héroes del papel. Y una persona en estas condiciones es una lata y una pesadez ambulante. La gente obsesionada por una manía es insoportable en cualquier gajo de la vida. Y medir el valor de lo que pasa según dichas locuras produce monstruos de la intransigencia.

Dirán que lo suyo es escribir y, además, inevitable, pero no es verdad. No es toda la verdad. Lo que quieren es que los demás los tengan como escritores, petición de principio que, aunque parezca lo mismo, no lo es.

Si no consiguen ese aplauso público selectivo, no se considerarán escritores. Tampoco escribidores. Si no reciben este espaldarazo de los otros, renunciarán a seguir emborronando más cuartillas. Algunos, seguro que conoces a más de uno, empezaron su recorrido con entusiasmo, pero, ante el panorama de anonimato en que se vieron sumergidos muy a su pesar, se cayeron del nogal de la escritura. Y mira que se las prometían felices. Como el poeta podríamos preguntar: «¿A dónde fueron a parar tantas voluntades y tantos deseos fervientes para llegar a la cima del Parnaso y codearse con Montaigne, Shakespeare, Cervantes y Sterne?». Nadie lo sabe.

Para ser escritor es necesario que los demás te den dicha patente. Si no es así, serás hombre muerto. Podrás escribir la segunda parte de Lolita, esa en la que se cuenta el reencuentro del pedófilo Humbert Humbert y la nínfula Lolita, convertida en afamada psicoanalista y dispuesta a psicoanalizar al desgraciado que tiene delante, o narrar de nuevo la versión original de la verdadera historia de Pierre Menard autor del Quijote; en fin, lo que digas, pero atiende bien, si los demás no te aplauden, irás de cráneo.

¿Qué noticias trae el viento susurrándote que eres escritor? Para responder esta cuestión, que involucra otro tipo de preguntas tanto o más complejas, será necesario tomárselo con mucho humor y con cierta displicencia frívola, actitudes nada incompatibles con la seriedad y el rigor conceptual.

En las reflexiones siguientes se pueden distinguir tres tipos de conjeturas con enfoques más o menos dispares: uno, con apariencia de objetividad; otro, subjetivo y, finalmente, un tercero, que no tiene nada de objetivo ni de subjetivo, o puede que sí, pero, sobre todo, se acomoda en la pecha (sic) del humor y de la ironía. Pues no hay mejor mayéutica que tales voces para resolver cuestiones que no admiten respuestas absolutas. ¿Y relativas? Según sea el cerebro obtuso que las responda.

Ni que decir tiene que ninguna de estas hipótesis agota la sed insuperable de dicha pregunta. En realidad, ninguna respuesta, aunque se formule en cuerpo de conjetura, liquida de golpe la complejidad inflamable de esta materia. Si así fuera, la literatura habría desaparecido desde hace milenios. La indefinición es lo mejor que le ha podido pasar y le cuadra. De este modo, lo que se diga de ella son acercamientos y merodeos, perplejidades y sonrojos. Así que nadie podrá chafardear de ser su dueño y señor. Si lo hace, allá él con su rabicorto sentido de la responsabilidad.

Porque la literatura es de todos y no es de nadie. Ni de quien la inventó. Pertenece a la nebulosa del pensamiento complejo, que dijera E. Morin.

 

escritorEnsayo y Testimonio nº 144
Idioma Español
Año 2013
384 páginas
ISBN:978-84-7681-806-0

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