El revisionismo parafranquista pretende equiparar los crímenes institucionales del régimen con los cometidos por republicanos incontrolados. También presenta la dictadura como madre de la democracia
El debate sobre la Memoria Histórica y la tesis sobre la pacificación mediante el olvido de los antagonismos derivados de la Guerra Civil acompañan, desde hace años, la historiografía del franquismo. Últimamente, la iniciativa judicial del magistrado Garzón sobre la localización de las víctimas del régimen del General Franco, y dejando de lado su mayor o menor pertinencia jurídica, ha relanzado en España el debate sobre la memoria colectiva. Tema que sigue teniendo viva actualidad en muchos países europeos, sobre todo en su versión reaccionaria. Y así en la cúspide de la apoteosis gaullista, François Furet y su poderosa escuela histórica sometieron a la Revolución Francesa a una revisión radical, insistiendo en su dimensión violenta, cuando no sanguinaria. Al igual que sucedió en Alemania hace veinte años con la polémica en torno al monumento a las víctimas del Holocausto y con el debate sobre las tesis de Martín Walser; sin olvidar la pujanza que tuvo en Estados Unidos el movimiento de revisión para exculpar al Maccarthysmo y la notable campaña en prensa, que lo apoyó, con, entre otros, los artículos en el New York Times de Ethan Bonner, el libro de Don Wolfe sobre Los últimos días de Marilyn Monroe, buena parte de la prestigiosa filmografía de Elia Kazan, etcétera.
El revisionismo parafranquista tiene en España antecedentes antiguos y muy fundados. Su argumento principal es la conversión del Franquismo, que comenzó siendo un régimen fascista-totalitario, al autoritarismo, en línea con la tesis central de Guillermo O’Donnell, Philipp C. Schmitter y Laurence Whitehead, quienes organizan su magna compilación –Transitions from Authoritarian Rule, 4 volúmenes- en torno de las virtualidades del autoritarismo. Entre nosotros quien lo formaliza con vocación paradigmática es Juan José Linz en Una teoría del régimen autoritario. El caso de España, en la España de los años setenta (T. III, Madrid, 1974). Abierta la vía, en ella se engolfan buen número de politólogos y sociólogos españoles, con, a su cabeza, Jorge de Esteban acompañado de S. Varela, E. García Fernández, L. López Guerra y J. L. García Ruiz en Desarrollo político y Constitución española (Ariel, 1973), así como el agudo y obstinado Luís García San Miguel, cuya contribución definitiva fue Teoría de la transición (Editora Nacional, 1981).
El argumento básico de este revisionismo historiográfico se apoyaba en el alegato de la modernización que David Apter nos ofreció, en Amorrortu (Buenos Aires, 1970), que reforzado por los trabajos de Almond, Verba, Pye y todos los promotores de la propuesta del desarrollo político, postulaban que sólo un consistente crecimiento económico, una notable transformación social y una eficaz adecuación política, componentes fundamentales del autoritarismo, podían poner fin a las dictaduras e instalarnos en la democracia. Las personalidades más reactivas del Franquismo, como Laureano López Rodó desde el integrismo católico y Rodrigo Fernández Carvajal desde el Movimiento, apostaron ya en 1969 a esa hipótesis; el primero en Política y Desarrollo y en La larga marcha hacia la monarquía, y el segundo en La Constitución española. Desde entonces, los aperturistas del Régimen, comenzando con Jesús Fueyo, en la trinchera falangista, y siguiendo con José María Ruiz Gallardón y Miguel Herrero de Miñón, desde el bando monárquico, Federico Silva, en el democratacristiano, y Rodolfo Martín Villa, desde la estructura central del Movimiento, contribuyeron a lavarle la cara al régimen franquista y a aumentar su aceptabilidad.
Posteriormente, dos franquistas tan fervorosos como Manuel Fraga y Adolfo Suárez, con el protagonismo que sigue teniendo el primero en la derecha heredofranquista, al igual que el mantenimiento de tantos símbolos en la España pública de hoy, avalan la tesis de la continuidad entre los dos regímenes. A ella contribuyó de forma decisiva el desenlace del enfrentamiento entre ruptura y reforma que, en el momento de la Transición, se cerró con victoria absoluta de la segunda, lo que impuso la hipótesis del reformismo continuista.
El Franquismo contenía, según afirmaban los autores revisionistas, elementos suficientes para su autotransformación en democracia. Esta argumentación que, explicita o implícitamente suscribió la casi totalidad del establishment académico español de finales de los años setenta y primeros años ochenta, tuvo su apoteosis en la publicación por la Editorial Sistema del PSOE de un volumen coordinado por tres prestigiosos politólogos, Félix Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas, que con sus 957 páginas se convirtió en la versión canónica de lo que su título anunciaba: La Transición democrática española. En ella las omisiones y la censura de los disconformes son tan absolutas y significativas como la defensa de las afirmaciones de los participantes que adoptan sus puntos de vista.
La argumentación básica del revisionismo se basa en pretender que excesos y tropelías, con asesinatos incluidos, se cometieron en los dos bandos y que lo mejor es cubrir ese pasado con un tupido velo. Pero por mucho que se insista, el número mucho mayor de asesinados en el bando franquista que en el republicano y, sobre todo, la personalidad de sus autores y las modalidades de su práctica los hacen muy distintos. En el lado republicano fueron obra de individuos exaltados de tendencia radical, que la ausencia de fuerzas de seguridad hacía imposible controlar y que en diversas ocasiones atentaron incluso contra personalidades republicanas. A mi mismo padre, que era un conocido militante laico y republicano, aunque empresario y responsable patronal, vinieron a buscarle para darle el paseo a nuestra casa de Carcaixent el 20 y el 21 de julio de 1936. Afortunadamente estaba en Finlandia por razones de su negocio y pudo salvar la vida, pero su gran amigo Justo Martínez Amutio, líder de los socialistas valencianos, le aconsejó que no volviera hasta que no se controlara la situación.
En cualquier caso, el desgobierno en la zona republicana, y los crímenes que lo acompañaron, aconteció sólo los primeros meses de la guerra y fue disminuyendo hasta desaparecer casi totalmente.
En el lado franquista, en cambio, los fusilamientos persistieron durante largo tiempo y estuvieron siempre acompañados por el ignominioso espectáculo de la llamada justicia militar.
Disponemos ya de numerosos testimonios en los archivos históricos de la Guerra Civil que nos relatan los bochornosos ejercicios jurídicos que fueron los juicios sumarísimos en los que se condenaba a muerte a honorables y pacíficos ciudadanos por la sola razón de sus convicciones republicanas. El Diario de la guerra civil, editado por el Archivo Histórico de la Universidad de Alicante, del profesor y diputado Eliseo Gómez Serrano, él mismo condenado a muerte y ejecutado sin más causa que su adhesión a la República, nos aporta numerosos ejemplos de la brutalidad de la represión franquista, en la que lo más repugnante es su pretendida asepsia formal. Por ejemplo uno de los mas ilustres valencianos, el gran profesor Joan Peset, rector de la Universidad de Valencia, condenado a muerte en 1940 y fusilado 15 meses después, cuya sentencia fundamenta su muerte en “adhesión a la rebelión” y “haber dado conferencias de sabor marxista”.
La responsabilidad de los uniformados magistrados que ordenaron fríamente el fusilamiento del Rector Peset y la de los individuos primarios y exaltados que quisieron matar a mi padre movidos por su furiosa revancha social, no tenía el mismo status ni era de igual condición. Por mucho que se empeñen los revisionistas y los que quieren equipararlos en base a los indultos genéricos y que llevan a confusión. Todos igualmente culpables e igualmente inocentes puesto que igualmente indultados.
Por lo demás, la dictadura del olvido tiene como objetivo principal el ocultamiento del trasvase del poder social de la España de Franco -antes lo llamábamos las clases dominantes- a la España democrática. Ahí estaban -aunque tal vez debiera decir, como hijo de José Vidal Cogollos y de Amparo Beneyto Belda en el contexto franquista valenciano, ahí estábamos- personas, familias, empresas, y ahí seguimos estando, donde siempre, en el poder y en el privilegio. A esos efectos la intransitividad de la Transición fue perfecta. Negarlo es negar nuestras vidas. Reconozcámoslo pues, sin evasivas, e intentemos reparar, en lo que quepa, las iniquidades de una situación, de la que hemos sido, somos, tan beneficiarios.
José Vidal-Beneyto es director del Colegio Miguel Servet de París y presidente de la Fundación Amela.
Articulo publicado en El País, 20-XII-2008