En recuerdo de Rafael Chirbes

Premio Nacional

Rafael Chirbes

Cuando me comunicaron que mi novela En la orilla había obtenido el Premio Nacional de Literatura, tras la primera sensación de alegría me asaltaron las dudas acerca de si debía aceptarlo o tenía que rechazarlo como –en digno gesto de censura hacia el gobierno actual– han hecho otros premiados. Al tratarse de una distinción promovida por el ministerio de cultura, todos suponemos que llega con un suplemento de carga política, y cuantos me conocen saben que siempre he huido del contacto con el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Toda mi vida he pensado que un discreto apartamiento beneficia la independencia de mis libros. Por suerte, un escritor puede ejercer su tarea sin tener que ponerse al servicio de nadie: para hacer una novela, incluso una gran novela, no se necesita más que la punta del lápiz, una resma de hojas de papel y un tablón en que apoyarse. Con ese instrumental, un buen escritor puede poner en pie un ejército de varios miles de soldados en un solo renglón. Puede poner un país entero en un libro. Por eso, por la extrema libertad que permite el arte de escribir, mi trabajo no sufre los embates de la política social o cultural, no dependo para nada de sus decisiones, como les ocurre a otros compañeros artistas, músicos, editores, cineastas, trabajadores del audiovisual, actores y productores de teatro, para quienes, sin apoyos, resulta imposible sobrevivir en un mundo dominado por las grandes trasnacionales.

De hecho, mi opinión es que, para un novelista, resulta más peligroso el poder que te halaga y favorece que el que te ignora o te persigue. Así que si estoy aquí, recogiendo este premio, desde luego que no es porque le pida amparo a nadie, ni aspire a un reconocimiento fuera del que recibo de mis lectores, ni –volviendo a la cualidad del premio– mucho menos porque esté de acuerdo con la política de un gobierno que muestra una altiva falta de sensibilidad hacia los de abajo, mientras se comporta como criado servil de sus verdaderos patronos, los lobbies del dinero. El mismo día que recibí el premio le dije a algún periodista que, paradójicamente, desde su ministerio se galardonaba un libro que habla de ustedes, de lo que han hecho de este país con su voracidad, con su orgullo: de toda la desesperación que su bulimia –y la de quienes los han precedido en esta olla podrida de la transición– ha inoculado en los personajes del libro, y ha sembrado en mí, que soy el autor.

Acerca de su política cultural ya le han dado su opinión los colegas que han renunciado al premio. Yo sólo quisiera destacar –rompiendo la lógica de este discurso- algunos de los desmanes de su partido en lo que tengo más cerca, la comunidad en la que vivo, donde, en vez de preocuparse por la ruina del patrimonio que deberían guardar y se les cae a trozos, ocupan su tiempo en perseguir a la academia de la lengua porque ha dicho algo que –excepto los zoquetes de su partido– todo el mundo sabe, y es que valenciano, catalán y mallorquín son variantes de una misma lengua; le hablo de la política de exterminio cultural de sus colegas, un grupo de gobernantes tan peligrosos como descerebrados, que, desde un absoluto desprecio hacia su propio pueblo, se han permitido cerrar las únicas emisoras de radio y televisión que hablaban en valenciano, dándoseles una higa que con ello han provocado un desastre cultural, social y económico de incalculables proporciones.

Pero discúlpeseme esta digresión.

Lo que quiero decir es que no estoy aquí ni por su gobierno, ni por su partido, ni para hacerme la foto con usted, que los dos damos por supuesto que no nos vamos a hacer. Estoy aquí por respeto a un jurado en el que han participado personas cuyo trabajo y dignidad aprecio, y también, por qué no decirlo, para celebrar la alegría que este premio les ha causado a mis amigos y familiares, a tantos lectores que me han llamado emocionados, celebrándolo como si se lo hubieran dado a ellos; por la satisfacción de mi editor Jorge Herralde y de los trabajadores de la editorial Anagrama, por los editores extranjeros, por mis traductores, por toda la gente que trabaja a favor de mis libros y se sienten premiados conmigo. Estoy aquí porque jamás he movido un dedo para conseguir un premio, ni he buscado compromisos ni relaciones con ninguno de los poderes, literarios ni políticos, y porque así de cándidamente y limpio de culpa recibo como llovida del cielo esta distinción que comparto con Ramón J. Sender, que escribió Imán, con Juan Marsé, que escribió Si te dicen que caí, con Ramiro Pinilla, que escribió Las ciegas hormigas, con Carmen Martín Gaite, que escribió El cuento de nunca acabar, o con Manuel Vázquez Montalbán, que escribió El pianista. Todos ellos han sido y son maestros míos. Y yo me siento orgulloso de que mi nombre aparezca al lado de los suyos. Ni puedo ni quiero renunciar a ese honor. Y pienso que no debo sentirme incómodo al estar aquí, en este acto, porque, frente a su frágil y pasajero poder de ministro, yo tengo la fuerza permanente que emana de ellos: hablo de la literatura, de la palabra que se sostiene por sí misma en su grandeza y en su fragilidad. Estoy aquí porque los gobiernos que detentaban el poder en el momento en que se les concedieron a estos maestros los premios –los del cínico González, los del iluminado Aznar, los del falso benevolente Zapatero– han pasado a la historia como pasa un mal sueño, igual que pasará el suyo –triste pesadilla de unos años– mientras queda la palabra de estos escritores. Y estoy aquí porque quiero decirle al pueblo español que este premio es suyo, porque se llama nacional, y no gubernamental; es más, que es obligación suya defenderlo, luchar para que no se lo apropie ningún gobierno, y que, por eso, los españoles deben vigilar a quienes se nos concede, vigilar nuestra obra con el cuidado con que se vigila lo que es propiedad de uno; como deben permanecer vigilantes en todos los demás asuntos de la nación, que es sólo suya. Además, tengo que confesarle, señor Wert, que estoy aquí también movido por un motivo económico: para robarle al cicatero presupuesto de este gobierno -que se preocupa más de la riqueza de los bancos que de la felicidad de su pueblo– un poco de dinero. Cuando dudaba si aceptar el premio, pensé que no podía negarme a recibir esos veinte mil euros que tan bien le vendrán a la Casa de la Caridad de Valencia, institución que a un marxista le parece de nombre muy feo, pero tras el que se esconde un centenario comedor social que, como mi novela, está repleto de personajes creados por su política de capataces de los lobbies, un lugar que todos los días se llena de personas a las que ustedes tratan como trapos y a las que, con mi libro, con estas palabras y con mi gesto, animo a que luchen contra quienes les arrebatan su dignidad.

Un respetuoso saludo

Rafael Chirbes*

* Texto del discurso que Rafael Chirbes había preparado para el acto de entrega del Premio Nacional de Narrativa y que el exministro Wert cucamente evitó escuchar. La cuantía del premio fue íntegramente a parar a un comedor social de Valencia.

 

 

 

El lento suicidio de Rafael Chirbes

Gregorio Morán

En agosto hay que tratar de no ponerse enfermo, ni llamar la atención en nada. Si te duele algo debes aguantar hasta septiembre y si no te duele pero te preocupa, no tientes a la suerte de ir a urgencias para ninguna cosa que tenga que ver con tu vida: un sanatorio, un banco, unos amigos, una cocina decente. Y sobre todo, no se te ocurra morir en agosto porque tendrán que buscarte dentro de muchos años en las hemerotecas. En agosto lo único que se te permite hacer es salir a la vida, nacer, y ser un leo, arrogante, provocador y desdeñoso de los tontos de la playa. Es pena, yo soy leo y Rafael Chirbes era cáncer, gentes entusiastas pero ciclotímicas, aseguran.

El 15 de agosto, a los 66 años, murió Rafael Chirbes, el más notable de nuestros escritores de la generación posfranquista, por decirlo de alguna manera. Porque si es verdad que ha habido una plaga de novelistas escribiendo como obsesos tras los premios, no quedará más que él, lo digo con autoridad de brujo y de leo. En agosto las necrológicas son de circunstancias y ocurre con la literatura como con las actrices de tronío; tienes un tiempo para que se te recuerde; breve y a tenor de sus faralaes. No se reiría el muerto si pudiera leer las palabras engoladas del inane académico Muñoz Molina, que recibió el cadáver con estas inmarcesibles palabras: «Hay estupor y tristeza al enterarse en una tarde de sábado silencioso de agosto que acaba de morir Rafael Chirbes». ¡Y olé, maestro, que la Misericordiosa se apiade de tu pluma!

Los detestaba, digan ellos lo que quieran. Esa faramalla de plumillas, trepas siempre, académicos de la lengua española estofada –cada vez más estofada y menos lengua– donde reinan herederos de aquel Juan Benet, cuando no de Ernst Jünger y sus tormentas de acero protegidas por los cañones Krupp y sus diarios sensibles de persona acostumbrada a la crueldad que él no practica pero observa. Los hispanistas alemanas, alguno que traté hacia 1969, se sorprendían que una prosa germana tan arcaica y desabrida fascinara a los paletos cosmopolitas españoles.

Rafael Chirbes fue un escritor más bien tardío. Empezó en la novela cuando se le sacudió el cuerpo, como a los grandes, y descubrió que tenía mucho que contar y una vida tan jodida que debes medirte y empujar, porque si no lo haces tú, no lo hará nadie. Primero apareció Mimoun (1988), un relato que se lee como una de esas novelas de viajeros en tierra insólita –el Marruecos vecino a Fez, donde Chirbes dio clases–. Queda al aire su sexualidad, ambivalente, y una violencia que nace de la derrota y de la rabia. Se publicó gracias a las eternas bondades de Carmen Martín Gaite y al metomentodo Pombo, que si no probablemente seguiría en un cajón de donde la sacó Herralde, el editor, que hasta le concedió el privilegio de hacer compañía a un premiado escritor todo terreno, Vicente Molina Foix, que era amigo del jurado y hombre de mundo; trataría a Stanley Kubrick. Pasó sin pena ni gloria, que yo recuerde.
Chirbes, el gran Chirbes, el hombre capaz de convertir reportajes de mierda en obras maestras de la cultura europea. Gastrónomo de la generación de Vázquez Montalbán, es decir, gentes de una cultura limitada en un campo en el que habían partido de pobres: pan y aceitunas… Fue crítico ambulante de la revista Sobremesa y alcanzó un nivel de experto. Venía de la cárcel de Carabanchel como militante antifranquista, y antes del Colegio de Huérfanos Ferroviarios de Ávila y León, grandes perolos de legumbres. Su padre se suicidó cuando él tenía cuatro años y su madre hizo de guardagujas hasta que la detuvieron. ¿Alguien que no militara en un partido maoísta iba a tener el sarcasmo de denominar La larga marcha (1996) a una de los escenarios más intensos de la literatura española de posguerra, comparable a su gran maestro Max Aub y con deudas evidente de Galdós, su dios tutelar?
Mejor aún en su sarcasmo, La caída de Madrid (2000). El relato estrambótico del 19 de noviembre de 1975, vísperas de la muerte del Caudillo, contemplado por el grupo de revolucionarios que al día siguiente iba a cambiar el mundo.

Las novelas de Rafael Chirbes no se vendían ni se publicitaban en España. ¡Oh, ese realismo tan falto de la agudeza que denunciaba Juan Benet, el constructor de pantanos, el que anegó hasta asfixiarla a la humilde literatura española para luego dejarla como una charca para carpas y lucios, muchos lucios! Chirbes fue el escritor español más leído en Alemania y en ediciones de muchos miles de ejemplares, gracias al talento de sus traductores y a la sensibilidad de críticos tan agudos y prepotentes como Reich-Ranicki.

Fíjense si estaría lejos ese abandono de tu propio país, que te va arrinconando hasta que mueres de asco y de acedía, que el artículo más agudo que se ha escrito nunca sobre aquel chico de la ceja y la sonrisa de chocolatina, el inefable presidente Zapatero, fue obra de Rafa Chirbes, se titulaba «En la mesa de los caníbales», lo publicó el Frankfürter en mayo del 2010, y lo conocimos por Rafael Poch, en su web.

El Gran Chirbes llega a la novela tras ser un militante activo de un grupo maoísta, tan activo que entrará en la cárcel de Carabanchel. Por respeto a su persona no cito a algunos de sus compañeros de grupo; uno ministro de Felipe González y otra académica de la lengua, entre otras figuras. Era un tema que le sumía en una depresión profunda. El orgullo de aquella época le quedará grabado toda la vida. Un niño nacido allá por levante en el año 1949, en un pueblo sencillo de Valencia en el que todos son sospechosos de colaborar con los republicanos. ¡A tantos payasos de aquí, habría que recordarles que Valencia, esas valencias desdeñadas por ellos, fueron el último y el más digno refugio de la República!
A sus cuatro años desaparece su padre. Se suicida. Su madre ocupa el oficio de guardagujas, luego detenida. El Gran Chirbes, a falta de otra cosa que hacer con él, le envían al Colegio de Huérfanos Ferroviarios (Ávila y León). Hay variadas referencias, evidentes y brutales, en sus libros. Es la posguerra y hasta que salta a Salamanca y luego a Madrid, porque resulta un estudiante excepcional, es como un condenado hijo de rojo.

Luego la universidad. «¿Sabes, me escribió en uno de los correos impresionantes que tuve el honor de compartir, que Ricardo de la Cierva me echó de sus clases? También me echó el teniente de coronel de Caballería Moxó, que daba Historia Medieval…» Escapó como pudo y se fue a Fez a dar clase de no sé qué y allí escribió su primera novela Mimoun. Un retrato personal de una audacia sexual y sociológica insólita para la época (1998) .

Para un maoísta, como lo había sido Rafael Chirbes, escribir La larga marcha (1996) tenía algo de provocación. Está jugando con una leyenda de la Revolución China para relatar la miseria de la España de posguerra. Cuando haga La caída de Madrid aún llegará más lejos, el mito se convierte en el relato de los jóvenes españoles formados en una universidad con profesores radicales, ante el inquietante 19 de noviembre de 1975, vísperas de la muerte del Caudillo y el final de mitos y leyendas de la izquierda radical.

Confesémoslo porque no habrá de figurar en nuestras adocenadas historias de la literatura. Chirbes no consigue ningún éxito de critica y lectores, pero en Alemania, gracias a una audaz traductora, un valiente editor y el papel mediático del crítico por excelencia Reich-Ranicki, se convierte en un auténtico acontecimiento. A partir de entonces se puede decir del escritor español Rafael Chirbes que vive de los lectores alemanes. Centenares de miles de ejemplares. Autor Primero de España, a quien casi nadie lee, y Quinto de Alemania. Como el Emperador Carlos.

Hizo un libro redondo, Crematorio (2008), y le llegó esa gloria hispana y pegajosa que te otorgan después de muchos años de desdén y ninguneo. Y se fue dejando morir. Uno enferma también de pura indignación histórica. La estupidez mata porque es contagiosa.*

*Publicado en La Vanguardia.

 

 

 

Diálogo con Rafael Chirbes

Harkaitz Cano

Diálogo entre Rafael Chirbes y Harkaitz Cano. 21 de noviembre de 2013. Centro Cultural Ernest Lluch de Amara (Donostia). Duración: 75 minutos.

 

 

 

 

Entrevista a Rafael Chirbes

Mikel Labastida

 

En Beniarbeig le llaman Rafa. Lo hace un vecino con el que se cruza en la plaza del Ayuntamiento, el barrendero, la camarera de El Moss de Segaria, donde toma café, o los clientes de este local. «¿Has bajado?», le preguntan con ironía. Cada vez lo hace menos. «Por mis miedos», se justifica. «Tengo una cita», responde también con sorna. La cita es con sus lectores, que llevan seis años aguardando su regreso a las librerías. El 6 de marzo este autor valenciano publica 'En la orilla' (Anagrama), que siempre será la novela que escribió después de 'Crematorio', el libro con el que logró el Premio Nacional de la Crítica, que le confirmó como autor imprescindible, y que fue adaptado exitosamente a la televisión.

—¿Pesaba a la hora de ponerse de nuevo a escribir tanta alabanza a 'Crematorio'?

—No, lo que pesa es tu propia guerra. A veces piensas que has cumplido con tu obligación de escritor, otras veces lo ves peor. Yo admiro mucho los libros que leo, me dan mucha envidia, siempre pienso que no les llego ni a la suela del zapato.

—Acostumbrado a hablar del fracaso, ¿cómo gestiona el éxito?

—¿Qué es eso?

-Bueno, el reconocimiento.

—Si me preguntas si me alegré del premio de la Crítica te diré que sí. Pero yo vivo en la montaña, no veo a nadie, no sé qué es el éxito. A mí nadie me ha llevado en volandas ni nada así. Cada vez tengo más vértigos, me mareo si leo en público, no me apetece dar charlas. Me gusta que personas a las que respeto alaben mi libro, pero soy como los gatos, me agrada más que me acaricien de adelante atrás.

—¿Nunca se interesa por cifras de venta ni acude a librerías a ver cómo funcionan sus obras?

—No, no, las librerías ni las piso.

—Le informo entonces de que ahora el 'best seller' más demandado se llama '50 sombras de Grey'.

—No hay que preocuparse por eso. En los años 70 hubo un libro llamado 'Juan Salvador Gaviota', que vendió millones de ejemplares. En esa misma época publicaban Gaite, Marsé o Aldecoa y no los leía nadie. Hoy en día ¿tú quién quieres ser? ¿Aldecoa o 'Juan Salvador Gaviota'? No debemos obsesionarnos con las ventas sino con la perdurabilidad. Los libros que duran son los que no tienen trampa. Si la haces les sale una grieta. A mí me pasó con 'Mimoun', por un par de frases que dejé porque quedaban bien y que luego me han perseguido. Hay que leer mucho para educar la vista y el oído.

—¿Qué lee usted?

—Me gusta la literatura de carne, hueso, textil y tierra. De lo que somos, de lo que llevamos puesto, y tenemos bajo los pies. No me gustan los autores de mundos literarios, literatura portátil o fantasía.

—¿Autores clásicos o también se interesa por los actuales?

—De todo. Lo que no me gusta es esa tendencia costumbrista actual de contar las cosas como pasan, ese querer captar el lenguaje, literatura magnetofón. Tiene que haber una moderación literaria. Un diálogo parece más real cuanto más trabajo de moderación lleva. Con 'La buena letra' me decían que era un buen ejemplo de literatura oral y eso es mentira. El lector tiene la impresión de que oye la voz de una mujer mayor y, sin embargo, no hay mujer mayor que hable así, ni que seleccione los elementos narrativos de ese modo. Tú te lo crees, pero detrás hay una construcción. A una novela hay que encontrarle el lenguaje y el tono para que encaje.

Chirbes nació en Tavernes de la Valldigna pero se fue a los ocho años. En el año 2000 regresó a la zona. Su hermana le buscó una casa tranquila en la montaña, que comparte con dos perros. Beniarbeig tiene alrededor de 1.500 habitantes. «Serían 4.000 si estuvieran ocupadas todas las casas que se construyeron», indica Chirbes. Aquí ocurrió como en Misent, la localidad inventada de 'Crematorio' sacudida por la especulación inmobiliaria. Ese mismo lugar aparece ahora en 'En la orilla'. Todos los caminos conducen a Misent.

—Ya aparecía al fondo en 'La buena letra'. Luego ya en las últimas novelas ha adquirido un primer plano. Inventarte una ciudad te permite cambiar las cosas a tu gusto porque si escoges un paisaje real debes ceñirte a que ahí hay una palmera o allí un banco. Yo soy muy despistado, así que me viene muy bien.

—¿Tardó mucho en enfrentarse al folio en blanco tras 'Crematorio'?

—Había escrito un libro de ensayos, 'Por cuenta propia'. Me gusta escribir sobre otros, soy más generoso. Con las novelas siempre pienso que no voy a escribir ninguna más porque yo no soy un autor profesional.

—¿Existen?

—Parece que sí. Hay gente que dice: dentro de dos años tendré una nueva novela que ocurrirá en París y ella se llamará Margot y morirá al final. Yo siempre parto de un malestar difuso que se va concretando en frases e imágenes, y voy aprendiendo de qué estoy escribiendo mientras escribo. Suena falso como Judas pero es la verdad. Sólo tengo idea de lo que he escrito cuando lo estoy terminando. De pronto me digo: anda si esta novela trata de esto.

—¿Y de qué ha acabado hablando en 'En la orilla'?

—Quería centrarme en la sensación de resaca después de la borrachera económica que hemos vivido y para eso recurrí a la figura del pantano. Me resultaba una imagen buena, por su podredumbre, como símbolo de lo que ha quedado de todos estos años. Cuando yo llegué aquí, como vivo en un alto, cada vez que abría la ventana veía una grúa. De ahí nació el clima de 'Crematorio'. Ahora lo que me encuentro es gente que está en el paro o que no tiene un duro y, de ahí, el poso de desesperanza de 'En la orilla'. Mi visión del mundo es cada vez más pesimista, cada vez creo más que por debajo de todos los discursos hay poder, dinero y sexo. Todo me suena hueco. Tampoco contribuye el clima político del país a tener otra opinión.

—¿No hemos ganado nada en todos estos años?

—Hemos sido muy modernos y, sin embargo, hay cosas que no cambian. La mentalidad es igual que en el franquismo, hay una pátina de permisividad pero nada más. Acaba siendo igual de cruel que entonces en las actitudes humanas, en los comentarios sobre la vida personal…

—En el libro se describe el paisaje actual como un campo de batalla abandonado.

—Si coges el tren de Gandia a Valencia los últimos kilómetros ves montañas de vertederos, polígonos industriales a medio terminar, naves abandonadas… Un suburbio terrible. Yo he conocido Valencia con los maizales llegando a Ruzafa, era una ciudad sin suburbio. En Madrid llegabas y te encontrabas con las chabolas, sin embargo en Valencia la ciudad y la huerta estaban pegadas. Esa sensación también quería que estuviese en el libro.

—¿Hemos perdido la batalla?

—Sí, la batalla se ha perdido. Como dice el subcomandante Marcos, la tercera guerra mundial ha concluido con otra derrota. Cien grandes empresas controlan el mundo, los gobiernos están a su servicio. Siempre ha sido un poco así, lo que pasa es que encontraban resistencia por abajo, pero ahora ésta ha desaparecido. Cualquier país que intenta salir de eso, se le aísla, se le ahoga económicamente y si no es suficiente le mandan a la OTAN.

—Esteban, el protagonista de su libro, se lamenta tras cerrar su carpintería porque nunca más volverá a ser propietario. Ahora muchas personas sufren por lo mismo.

—Sí, el sentido de la propiedad… Esteban buscaba con su carpintería una eutanasia, un final más o menos tranquilo, y se encuentra con un final precipitado. Si los rusos no se hubiesen adelantado esta novela se tendría que haber titulado 'Un héroe de nuestro de tiempo'. Esteban es la otra cara de la moneda de Rubén Bertomeu -protagonista de 'Crematorio'-. Aquel escaló por todo, Esteban ni se atreve, ni deja de atreverse, es un falto de voluntad. Muchas veces se echa la culpa a sí mismo de todo. Hay dos caras de mi generación, el que se atrevió y el que no, incluso hay quien dio la patada a sus propios escrúpulos para conseguir sus objetivos.

'Crematorio' terminaba con un perro escarbando una carroña. 'En la orilla' empieza con dos perros peleando por una carroña. La nueva novela de Chirbes comienza con el hallazgo de un cadáver en un pantano. El lector debe mirar hacia un espacio fangoso que siempre estuvo ahí, aunque durante años nadie quiso verlo. Lo hace a través de Esteban, un hombre mayor que no tiene más remedio que cerrar la carpintería de la que era dueño, dejando en el paro a los que trabajaban para él. El lector termina exhausto al concluir el libro.

—Yo al terminar de escribirlas me quedo angustiado. Mis libros me cuentan cosas que yo no quería contarme. En todos, el protagonista es un hombre incómodo, es alguien, por decirlo con un tópico, políticamente incorrecto, que pone en cuestión tu corrección y tus ideas. Bertomeu es más listo que tú y tiene razón en todo lo que dice. Esteban parece más tonto que nosotros pero también tiene razón. La ideología es un vestido que sólo sirve para justificar algunas cosas, si le quitamos el vestido se queda esto a palo seco.

—¿Es metódico para escribir?

—Nada, puedo estar tres meses que no cojo el libro. Antes escribía en unos cuadernitos, ahora nada. Llevo un año que no sé poner la ele con la a, inútil total. Cuando la novela se encauza se me pueden dar las tantas y sigo con ella. No tengo ninguna rutina. Me puedo tirar veinte horas y luego dos meses sin hacer nada. Me digo mil veces que no voy a volver a escribir. Voy cociendo, soy de cocción lenta. A medida que pasa el tiempo piensas esto ya está dicho o visto. Entre un libro y otro uno tiene la obligación de cambiar algo porque si no escribes la misma novela. Galdós o Balzac escribían como fieras, pero eran privilegiados. Los que somos normales necesitamos variar el chip. Mis novelas son como una vuelta de tuerca hacia la oscuridad.

—La realidad hace cada vez más difícil crear ficción, ¿no?

—Siempre ha sido muy difícil contar algo con interés. Siempre digo que la novela es un género muerto hasta que aparece una novela buena y lo resucita. Cada época puede ser narrada de una manera. Nada es nuevo. Si lees 'La jauría' de Zola, la corrupción y la especulación inmobiliaria ya estaban allí.

—¿No le tienta escribir de tesoreros o espías?

—Es que no me tienta escribir de nada. Escribo lo que me sale, lo que me desazona. Lo de los espías y los tesoreros viene de bastante lejos. A la gente le da por extrañarse. Hace cuatro años escribí sobre la Transición y todo el mundo me decía ya sabemos cómo es Chirbes con sus cosas. Ahora en cambio todo el mundo sabe que la Transición fue un engaño. La especulación inmobiliaria empezó con la Expo y las Olimpiadas. Hace dos o tres años me decían, ¡ay por Dios la corrupción en la Comunidad Valenciana! Y yo contestaba: pues igual que en Extremadura o Andalucía. Aquí ha sido connivencia entre empresas y políticos. En Andalucía han montado ellos una red de empresas para trabajar con la Junta. La corrupción circula por las venas del sistema.

—¿Se siente decepcionado?

—No, porque he tenido poca fe en la humanidad. Hice lo que pude con mis ilusiones juveniles, pero cada vez me interesa menos todo. Y cada vez me quedo más en casa porque me da más miedo todo. Me asusta el color que están tomando las cosas. Todo se criminaliza. Hoy en día si tienes trabajo casi eres culpable. El que cobra 1.500 euros también es culpable.

—¿La política ha desaparecido?

No, lo que ha desaparecido es una política que represente a los de abajo. Lo que ocurre es que sólo hay una política. Ahora los del PSOE claman por los desahuicios y piensas pero si habéis estado viendo cómo los desahuciaban y ni os habéis movido. Y contra la enseñanza privada… Pero si la escuela concertada os la inventasteis vosotros. Hay una política y al final todos hacen lo que la Comunidad Europea y las grandes multinacionales mandan. Ha sido una derrota por tierra, mar y aire.

Fuma Ducados desde que hizo la mili en Valencia. «Compartía piso y me pasé al tabaco negro para no gorronear más a mis compañeros». Con un cigarro en la mano recuerda que él se movilizó contra la dictadura, algo que provocó su ingreso en la cárcel de Carabanchel. Eso dejó poso en sus novelas (nueve en total). Pero hay otros temas recurrentes, como los conflictos familiares o amistosos. Para relacionarse con tan poca gente describe muy bien esta sociedad.

Ahora menos pero suelo bajar al bar. Oigo la radio, leo novelas, veo la televisión. E imagino mucho.

—¿Usa internet?

Leo prensa por internet, salgo poco y el único quiosco del pueblo lo han cerrado. Pero no me concentro por internet. Es un problema de formación y costumbres. Internet es una cosa nerviosa, no se está quieta, sábanas que suben, telones que se abren y se cierran, noticias que se van bajando, es una cosa cocainómana. Eso sí, como herramienta de ayuda es acojonante, sobre todo para mí que soy despistado y necesito consultar mucho cuando escribo.

Chirbes conduce al lector ahora a la orilla. «Quiero atrapar al lector, que haga ejercicios espirituales conmigo, que pase el mismo calvario que yo al escribirlo y salga cagándose en sí mismo», añade.*

*Publicado en Las Provincias.

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