Miguel Sánchez-Ostiz: narrar el detalle

Sigo la obra de este escritor desde los años ochenta en que leí títulos como Tánger Bar; El pasaje de la luna; Literatura, amigo Thomson… y supe que detrás de esos libros se encontraba un escritor de esos que se llamaban de raza, vale decir, un escritor que vive de y por la literatura y que de las carencias de otras aptitudes hace virtud. Es bueno tener siempre un escritor del que echar mano en esas conversaciones  las que tienes que enfrentarte a que alguien te diga que la mejor novela española del momento es… y aquí termina colándose el último producto del mercado sutil del mild cult. Digo que es bueno porque es el momento en que te descuelgas citando  a un autor preterido, injustamente tratado y silenciado por los hacedores del mercado y por que, además, sientes un profundo respeto derivado de la lectura de su obra. Cuando me ha sucedido esto siempre cité a Miguel Sánchez-Ostiz, y en especial dos novelas suyas a las que consideré, y considero, dos hitos de la literatura española de los últimos cuarenta años: Las pirañas y La flecha del miedo. La fascinación que me produjo la lectura de estas dos obras es compartida, en medio de la indiferencia general, por pocas personas. Rafael Conte fue de esos happy few que defendieron estos libros… a su manera. Sabido es que no estaba en su fuero interno matarse por nada ni por nadie.

Pero lo que me lleva escribir estas líneas no es hacer hagiografías sino dar cuenta de un nuevo libro de Miguel Sánchez-Ostiz, que ha publicado Pamiela, que es la editorial que confió hace años en su obra y ahora le acoge, Idas y venidas es el último de los variados tomos de un descomunal dietario que Miguel Sánchez- Ostiz lleva escribiendo desde el año 1986 con títulos tan sugerentes como La negra provincia de Flaubert, Gaceta de pasos perdidos, La casa del rojo, Sin tiempo que perder y Vivir de buena gana, título por cierto es que es también el de un magnífico blog donde día a día reflexiona, anda, viaja, escribe,,, como la vida impostada en uno mismo, en un personaje que, parece decirnos el autor, por desgracia no es literario sino que se parece demasiado al autor.

Miguel Sánchez- Ostiz es un escritor supersticioso con las fechas, por lo que más que un dietario habría que referirse a una bitácora, si queremos reflejar de manera aproximada con una trasposición lo que estas páginas contienen. Es un registrador del acontecer diario y, además, de manera escrupulosa. Eso lleva ciertas ventajas asociadas por muchos a inconvenientes. Ventajas que se traducen en lo literario en que no ahorra filias y fobias, lo que le coloca en las antípodas de los diarios pensados y revisados varias veces, corregidos y aumentados, porque sus autores tienen cierta conciencia jupiterina, aquí convendría colocar bien juntos los Diarios de André Gide y los de Ernst Jünger, por lo que poseen una espontaneidad que en el fondo es un manifiesto estético… y vital. Los inconvenientes, lo habrán adivinado, provienen de las ventajas. Los que piensan así consideran que reflejar tanto las filias como las fobias restan objetividad al texto, sin darse cuenta que la represión de las mismas envenenen por lo mismo, de manea subrepticia, aquello que se quería corregir. No de otra manera se entiende la desazón que nos produce leer algunos dietarios en que, bajo pretexto de objetividad, de mentes razonables e ilustradas, vade retro, se cometen unas tropelías que tienen más que ver con los ajustes de cuentas que con otras cuestiones. A veces de lo razonable a lo miserable no hay más que un paso.

Con esto quiero decir que no es raro que gentes como José Méndez o yo mismo leyéramos años más tarde, en un diario de Miguel Sánchez- Ostiz, nuestros nombres puestos y registrados con prolijo gesto en una tarde pasada en la Residenciade Estudiantes, y que incluso supiéramos de detalles olvidados por completo, por ahí humea todavía un Montecristo que el autor registra con goce pertinaz y que al fumador el recuerdo le pasó a mejor vida, digo, no es raro que a gentes como José Méndez o yo mismo nos agarre por sorpresa este tipo de descripciones que revelan un modo de enfrentar la literatura y la vida. Así, Idas y venidas recoge estancias y viajes por algunos rincones de diversos paisajes: Dublín, el País Vasco francés, por el que Miguel Sánchez Ostiz siente predilección consumada, Navarra, el valle del Baztán, donde ha vivido años, también Pamplona, la ciudad de alegrías y padecimientos múltiples… acaecidos entre 2009 y 2010. Hace tiempo que no veo al autor pero no me importa: cuando recibo uno de estos libros y comienzo a leer me traslado a un entorno mental y familiar que conozco y que me resulta entrañable y excitante. Lo de entrañable tiene que ver con la amistad, lo de excitante con la cuestión literaria: y da igual que las páginas nos lleven a visitar la tumba de Roger Casement, ese personaje fascinante que no se merece ser conocido en nuestro ámbito cultural sólo por el retrato que de él nos ofrece Vargas Llosa en El año del celta, o a pisar los peldaños de la Torre Martello, donde Joyce vivió una temporada y que registra con minucia angustiosa en las primeras páginas de Ulises, o que reivindique la figura de Pablo Antoñana, o que asistamos a su manera de andar las calles de Madrid, unas calles que son las de la ciudad donde nací y he vivido y que Miguel Sánchez- Ostiz consigue trasmitir cierta extrañeza, cosa que establece la necesaria distancia para un correcto conocimiento del asunto, como todo el mundo repite por aquello del dicho brechtiano pero casi nadie practica. Pero con ser tan importante este registro lo dado a excelencia en este libo está en otro lugar: en haber sabido colocar  a un personaje de una enorme carga literaria como trasunto del autor mismo. En este juego de espejos, fascinante, es donde deberíamos centrarnos a la hora de leer los dietarios de Miguel Sánchez- Ostiz. El autor sabe… no en vano es un devoto de Louis Ferdinand Céline.

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