Bernardo Atxaga. Distancias

bakeaPor mucho que las voces compasivas de los diferentes credos o de las personas genuinamente buenas hablen del crimen violento como de un gran mal, cualquiera se da cuenta de que no importa tanto el hecho, el hecho fatal, sino la distancia, geográfica, ideológica o de cualquier otra índole, a la que nos encontremos. Los cañones de Cromwell, preparados para abatir a los lejanos irlandeses y escoceses, llevaban una leyenda que recordaba a los soldados que Dios es amor, God is Love; el reverendo Downey, de pie ante los pilotos que iban partir hacia la lejana Nagasaki con la bomba atómica, juntó sus manos y recitó su oración: “Dios Todopoderoso, Padre lleno de gracia, cuida y protege a los que van a aventurarse en el oscuro cielo. Sostenlos en tus alas. Mira por el bien de sus cuerpos y de sus almas, haz que vuelvan donde nosotros.  Dales valor y ánimo para las próximas horas; dales el premio que merece su esfuerzo…”.

Parecen casos especialmente cínicos, aunque probablemente no lo sean; de cualquier modo, distan de ser extraordinarios. Los lectores de periódicos o los que siguen los telediarios comprueban cada día la diferente forma en que el arcaico corazón, o la arcaica espina dorsal,  reacciona ante las desgracias ajenas. Vemos a los soldados gadafistas muertos, y nada; vemos al propio Gadafi y, a pesar de la obscenidad con que ha sido presentado su cadáver, tampoco mucho; oímos hablar de la desaparición de los dos niños de Andalucía y, esta vez sí, porque todos tenemos alrededor niños que se les parecen, y porque vemos sus fotografías, y porque nos hacemos cargo.  Recuerdo, en el mismo sentido, una anécdota que José María Valverde contaba en sus clases: una señora muy rica recibía la noticia de que el tren en el que viajaban varios familiares suyos había sufrido un accidente. “Ha habido muertos”, preguntaba asustada. “Sí, señora”, le respondían. “Pero todos viajaban en los vagones de tercera”. “¡Qué alegría!”, exclamaba la señora. ¿Una persona brutal? Quizá no tanto. Comentarios de equivalente grosería se producen todos los días cuando el que muere es de otra clase, o de otra religión, o de la casa de enfrente.

Durante los últimos cincuenta años en el País Vasco ha habido dos orillas, y en ellas se han situado todos los que tenían diferentes posturas ante la violencia de ETA. Empezaron a perfilarse desde muy al principio, desde el momento en que el dirigente de ETA Xabi Etxebarrieta matara al agente José Pardines y fuera él mismo muerto unas horas más tarde. En una de las orillas, en la de Etxebarrieta –un intelectual, un profesor de economía aficionado a la poesía—, se apiñaron casi todos los antifranquistas del momento, surgiendo en ella, clandestinamente, elegías, canciones, esculturas, muestras incontables de afecto; en la otra, los compañeros de Pardines, la prensa del régimen franquista y poco más. Total soledad. Total indiferencia por parte de los de la otro orilla, que le cosificaban convirtiéndolo en un mero “policía represor”.

El desequilibrio duró más de lo que cabía suponer, es decir, más tiempo del que duró la dictadura, y sólo se invirtió a mediados o finales de los años ochenta, cuando ETA cometió atentados terribles como el de la casa-cuartel de Zaragoza (11 víctimas, entre ellas cinco niñas) o el de Hipercor en Barcelona (21 muertos, 45 heridos). Con todo, la que llamo “orilla Etxebarrieta” siguió estando bastante nutrida. Incluso los miembros más moderados de la llamada “izquierda abertzale” evitaban la crítica a ETA. Buscaban excusas –“el comando avisó a tres medios distintos de la colocación de la bomba en Hipercor”– y las encontraban; si no, también callaban, por estimar que la “orilla Pardines”  contaba con un enorme apoyo mediático que, actuando como el mal carpintero, y con la excusa del clavo, ETA, golpeaba una y otra vez la tabla –Euskadi, la cultura vasca –.

El poeta José Fernández de la Sota dedica un capítulo entero de su libro Travesía de Bilbao a reseñar los recuerdos que, sin un orden determinado, le van asaltando al pensar en su ciudad. Imitándole, me pongo a recordar.

Recuerdo que al día siguiente de que fuera liberado el funcionario de prisiones Ortega Lara tras un secuestro de casi año y medio, el periódico Egin puso en primera plana una foto del liberado, un hombre que parecía salido de Auschwitz, y que el titular, en letras grandes, decía: “Ortega Lara vuelve a prisión”. Recuerdo que recordé públicamente a Egin aquella portada al día siguiente de que un juez cerrara el periódico, concretamente en Egunkaria, el periódico que a la sazón se publicaba en lengua vasca.

Recuerdo que cuando cerraron Egunkaria declaré en televisión que me parecía estar viviendo de nuevo los tiempos franquistas, y que el escritor Antonio Muñoz Molina criticó mis palabras acusándome de exageración.

Recuerdo que, yendo un día por Vitoria, me asaltó un joven rubio que, muy nervioso, me habló de un libro mío, y que se despidió diciéndome que no podía seguir comentándolo, porque “tengo a la policía detrás. Me están utilizando”. Un par de semanas después, abrí el periódico y vi su foto en el periódico, con una nota en la que se explicaba que había muerto “al intentar huir de una comisaría por la ventana”.

Recuerdo que mi mujer había ido a un recado, y que yo me dirigía al campus de Vitoria, un lugar tranquilo, para intentar que mi hija de dos años se durmiera en el cochecito. Casi había llevado cuando empezó a llover, y me di la vuelta. Un par de minutos más tarde escuché tras de mí una tremenda explosión. Un albañil que estaba en un andamio gritó: “¡Eso ha sido una bomba!”. Más tarde, en los soportales de la Plaza Nueva, una chica me dijo al pasar: “Buesa hil dute”, “han matado a Buesa”.

Recuerdo que iba en coche y que el programa que quería escuchar –el de Mariano Ferrer, en Radio Popular–, no se oía bien. De pronto, entre los ruidos de las interferencias, escuché la palabra “Lluch”, y luego un tiempo verbal en pasado, “era”. Recuerdo que fue un día muy triste, porque había tenido trato con él –distancia corta – y le apreciaba muchísimo.

Un hermoso poema de José Fernández de la Sota, “Ojalá”, dice:  “Ojalá con el tiempo/sólo quede lo bueno. Que los años/arrasen la memoria de los días/ de miseria y que el viento,/igual que se llevó nuestras promesas,/se lleve las palabras alevosas/con que nos golpeamos/hasta hacernos sangrar./Que el corazón descanse y que la lluvia/borre la última huella/de la última batalla”. El poema fue traducido al vascuence por Joseba Sarrionandia.

Hubo distancias, sigue habiendo distancias. Cada cual tiene su propia experiencia, sus propios recuerdos. Pero las distancias deben desaparecer. En cinco años. En diez. En doce. Ojalá.

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