Entrevista a Víctor Moreno de Herria 2000 Eliza

Aunque el buscador de su web no deja señal de la misma, la revista Herria Eliza envió a Víctor Moreno un cuestionario que reprodujo en su número 201 del año 2006.

Las preguntas versaban sobre cuestiones que los católicos dan por sentadas que son fundamentales para todo viviente: «Dios», «religión», «Iglesia», «Jesucristo», «sentido de la vida»… o la mácula del ateismo. El entrevistado desmonta las preguntas y deja sobre la mesa el papel castrante que ejercen sobre la vida y el pensamiento.

¿Qué ecos provocan en ti palabras como “Dios”, “religión”, “Iglesia”, “Jesucristo”?

La pregunta parte de un prejuicio o un a priori muy común entre algunos creyentes, la de dar por hecho que las palabras que a ellos les conmueven profundamente al resto de los mortales ha de sucederles lo mismo. El creyente en general, y mucho más el fundamentalista católico en particular, tiene que ir acostumbrándose a que las palabras que a ellos les provoca un éxtasis total a muchas personas no les dicen absolutamente nada en el plano existencial o vivencial. Tampoco en el plano conceptual o teórico.

En mi caso particular, la palabra Dios o la palabra Jesucristo son significantes que no significan. No pongo detrás de ellos ningún sentimiento ni pensamiento. No me conmueven lo más mínimo, ni en el plano cordial, ni existencial. Para mí Dios es una entelequia. No tiene existencia. Con la palabra Jesucristo me pasa lo mismo. Para mí ni siquiera existió. No fue un sujeto histórico, aunque, con el tiempo, gente interesada lo haya convertido en un sujeto conceptual e imaginario importante, de ahí su influencia. A pesar de ello, quisiera añadir que no tengo ninguna animadversión contra ellos. ¿Cómo iba a tenerlo contra dos entidades de ficción que para mí no tienen ninguna consistencia ontológica ni existencial?

En relación con los términos iglesia y religión, mi caja de resonancias es muy distinta. La religión me parece nefasta para el sujeto y para la sociedad. Para mí es signo de enajenamiento intelectual y mental. Significa el abandono de su autonomía por parte del sujeto.   Estoy convencido de que sin religión la gente viviría muchísimo mejor en todos los órdenes de la vida y que la sociedad se libraría de muchísimos cataclismos. La religión ha ordenado dogmáticamente, y lo sigue haciendo, la vida social, política, ética y sexual  de muchas personas. Finalmente, para desgracia de muchos, la Iglesia ha convertido la religión en una empresa, que es lo peor que podía sucederle.

En cuanto a la Iglesia misma, mis ecos dejan de serlo para convertirse en voces tonantes y sonantes: la iglesia es intrínsecamente perversa, enemiga del género humano y de todo lo más valioso que, autónomamente, tiene el hombre y la mujer: su pensamiento y su cuerpo. La Iglesia es una institución que se siente feliz reduciendo al ser humano a la mínima expresión. Su pretensión de infalibilidad y de tener hilo directo con Dios son las pretensiones más hilarantes que haya oído jamás.

¿En qué basas la búsqueda de sentido de la vida?

Otra de las falacias que mantienen ciertos creyentes, aunque no sólo, es que la vida tiene que tener un sentido. Aunque, a decir verdad, el sentido de la vida que defienden estos creyentes tiene muy poco que ver con la vida misma, ya que el fundamento de ésta lo transfieren fuera ella, situándolo en algo transcendente. Para el creyente la vida no se agota en lo real, de ahí que busque fuera de la realidad el sentido de aquélla. No. Para mí la vida no tiene ningún sentido, excepto su finitud. El sentido de la vida es su temporalidad y su materialidad. Comienza en un momento, un momento que nadie ha pedido, y termina en otro momento, que, en ocasiones, hasta uno puede decidir voluntariamente su fin, libertad total a la que ciertos creyentes se oponen acérrimamente. Así que si la vida no tiene ningún sentido, excepto agotar su tiempo, fácilmente se colegirá que no tengo ningún quebradero de cabeza intentando buscárselo, ni pierdo tiempo alguno en encontrarlo. Y menos encontrarlo en planteamientos transcendentes.

¿Cuáles son las actitudes y valores de un ateo ante los grandes problemas de la humanidad?

Esta es otra pregunta con trampa, que caracteriza más a quien la pregunta que a quien intente responderla. El ateo no es ninguna anomalía de la naturaleza. Es un ser humano como otro cualquiera. Los problemas de la vida y de la gente le pueden interesar tanto o más que lo que pueden interesar a los creyentes. El hecho de negar la existencia de Dios no exime a nadie ser buena persona, cumplir con los imperativos del Código Civil derivados de la sociedad en la que vive y corresponder con su actuación justa y humanitaria a que la habitabilidad del planeta sea mejor. A veces, algunos creyentes dan la sensación de que para ser un buen ecologista es requisito indispensable creer en Dios. O que para ser demócrata es preciso aceptar la moral cristiana. O que una concepción del hombre, si no está de acorde con la antropología bíblica, deja mucho que desear. En definitiva, que la vida comprometida necesita un plus de transcendencia para que pueda recibir el label de calidad. Una concepción nihilista y atea de la vida no es incompatible con ser honrado, buen ciudadano, solidario y responsable. El hecho de que Dios no exista no significa que todo esté permitido. Todo lo contrario. A veces considero que sucede al revés. Que, dado que Dios existe, todo esté permitido. Lo digo porque hay quien aprovecha su nombre para cometer auténticas barbaridades y genocidios varios. Naturalmente que, así como hay ateos depravados y criminales, eso mismo sucede en el campo piadoso de los creyentes. Creer o no creer en Dios no te exime de ser un impresentable. Ateos y creyentes pueden participar de igual modo en el cultivo de la depravación. Y también en la piedad y en la solidaridad, claro.

¿Hay posibilidades de caminar juntos a los creyentes, de afrontar en común cosas, problemas…? ¿En qué podrían encontrarse unos y otros?

Personalmente, cuando me involucro en proyectos sociales que buscan una repercusión positiva en la vida de los demás, jamás me pregunto si quienes me acompañan en dicho viaje creen en Dios, en Alá o en Yahvé. Tampoco si son ateos, agnósticos o deístas, vegetarianos o carnívoros, guapos o feos. Me parece un dato irrelevante. Yo no enjuicio a las personas por sus creencias en la Torá, en el Corán o en el Nuevo Testamento, sino por lo que hacen. Eso sí, tiendo a sospechar de aquellos que aseguran que actúan bien porque se lo exige Dios. Y que si no existiera, serían unos desalmados. Para mí lo único que demuestra esta postura es que el grado de autonomía en que asientan su conducta existencial es nulo… y que están sobornados por el más allá.

Caminar juntos, por separado o en paralelo, es lo de menos. Las buenas personas, crean o no crean, siempre se encontrarán en el mismo afán por mejorar la habitabilidad de este mundo. Pero mucho me temo que el concepto de habitabilidad del verdadero creyente tenga algo que ver con el que tiene un ateo. El ateo es materialista, defiende la inmanencia y la autonomía como valores fundamentales de la existencia; el creyente es espiritualista, metafísico, defiende la transcendencia y la heteronomía como valores supremos de la vida. ¿Es posible, por tanto, que ateos y creyentes trabajen juntos y al alimón por el bien de los desarrapados de este mundo?  Supongo que sí, pero si, y sólo si, se trabaja para mejorar en este mundo y sólo para este mundo la situación de la gente pobre de este mundo.

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