Jaime III y la II República

Lázaro Ibáñez y 24 firmas más escribían hace unos días en este periódico lo siguiente: “En 1931, tras la huida de Alfonso XIII, el Carlismo con Jaime III al frente, y tras enfrentarse con dureza a la dictadura de Primo de Rivera, acogió con esperanza la proclamación de la República, proponiendo un proceso constituyente, una federación de repúblicas ibéricas, políticas sociales igualitarias y un respeto escrupuloso a la voluntad popular”.
La verdad es que, sí, que el rey carlista en ese manifiesto del 23 de abril de 1931 apostó por esa federación, pero añadió que tenía que ser “un gran partido monárquico, federativo, anticomunista”, donde “la Iglesia y al Ejército estuvieran en su verdadero lugar”. Ese partido sería quien “rigiera los destinos de esa España”. Porque “no puede haber más que un solo partido monárquico en España y a la cabeza de esa federación esté un Rey”, el jaimista.
En cuanto a la República, Jaime III desconfiaba de ella, porque “en un tiempo brevísimo puede ser arrollada por la avalancha del comunismo internacionalista, destructor de la Religión, de la Patria, de la familia y de la propiedad”. Así que le embargaban “hondas preocupaciones en estos momentos solemnes de la Historia”.
Jaime III murió de una angina de pecho el 2 de octubre de 1931 y no pudo comprobar el fin de su profunda inquietud.
¿Y los carlistas jaimistas de El Pensamiento Navarro cómo acogieron la llegada de la República? Antes de constituirse el gobierno de la II República, el periódico calificó el hecho como “la más grave de todas las horas que ha vivido España”, lo que es indicativo de la gran alegría que dicho advenimiento produjo en sus corazones.
Como buenos católicos, lo primero fue “acordarse de Dios y del Caudillo” (Jaime III), para implorar, no el derrumbe de la República, sino “para levantar nuestro corazón a lo alto, pedir a Dios que proteja a España y hacer nueva protesta de nuestra fe inquebrantable en los principios que encarna nuestra Bandera. Y un cada vez más identificados con nuestro Augusto Caudillo don Jaime de Borbón, representante legítimo de la Monarquía Tradición”.
Luego, manifestarían que “los carlistas estarían frente a todos los regímenes que no se ajusten al que propugnamos, continuaremos luchando dentro y al amparo de la ley, por el triunfo y exaltación de la Iglesia Católica, por prestigio y engrandecimiento de España y por el reconocimiento de los derechos de nuestro Rey” (El Pensamiento Navarro, 14.4.1936).

Ante un régimen extraño a su ideología confesaban que adoptarían una actitud beligerante, “siempre dentro de la ley”, conducta que, tiempo mediante, se saltarían de forma impune.
Proclamada la República, los carlistas de Pamplona, como buenos súbditos, enviaron a Jaime III dos telegramas pidiéndole orientación ante la que se había armado. La Hermandad de Veteranos Carlistas hablaría en su despacho de “momentos críticos para Patria, ofrécese incondicionalmente. Eleta Presidente”. La Juventud Jaimista de Pamplona se limitaba a “reiterar hoy adhesión monarquía legítima. Presidente Tapia”.
Los editoriales de El Pensamiento irán mostrando su desazón ante los hechos consumados. Así el editorial titulado “Hoy como ayer” se sinceraba sin ambages: “El pesimismo de que impregnábamos nuestro último editorial se ha confirmado plenamente. Señalábamos la gravedad del momento estimándola máxima, y a nadie se ocultaba que lo era. Como que ese estaba concertando no la entrega de poderes de uno a otro Gobierno, sino el cambio absoluto en la estructuración política del Estado español”.
La declaración posterior sería más contundente: “Las esencias tradicionales Unidad Católica y del amor a la Patria común han chocado con la oposición firmísima de los mal avenidos con la Monarquía”.
Hay que reconocer que los carlistas aceptaron que aquellas elecciones fueron democráticas y, por tanto, “hemos de reputar el plebiscito de fiel expresión del verdadero anhelo del país, y aunque lo aceptemos como un hecho consumado indiscutible, han dado al traste con el usufructo de la corona española”, frase que ya estaba en el manifiesto de su rey.
Sentada esta premisa, el editorial, que afirmaba escribir desde “la ecuanimidad y la justicia”, advertía que el presente “nos lleva a considerar que sea cualquiera el carácter de la recién nacida República Española, nosotros, con la lealtad que es peculiar de siempre en la Comunión Tradicionalista, figuraremos en la avanzada oposición y, dentro del amparo de la ley (…); nos dedicaremos a trabajar con el máximo fervor y entusiasmo por el restablecimiento en nuestra Patria de la Monarquía federal” (El Pensamiento Navarro, 15. 4. 1936).
Impasibles al desaliento, asegurarían que el triunfo de la República no significaba la derrota del carlismo jaimista. Todo lo contrario. Sentían “haber salido indemnes y si nos apuran, ganando”. Para añadir que, mientras “los intereses de la Iglesia y la integridad y el buen nombre de España” no se dañen, lo demás vendrá por añadidura. Ello “por dos razones potísimas”.
La fundamental:
Porque contra la monarquía constitucional hemos sido nosotros quienes con más encono hemos luchado”. Para concluir: “sin que nos duela, podemos lamentar el triunfo de la República en nuestra patria por los antecedentes que su primera actuación nos ofreció”. Al fin y al cabo, “ya habían avisado la que la proclamación de esta república sería el primer paso hacia la revolución” (El Pensamiento Navarro, 16.4.1936).
Tanto en el manifiesto de Jaime III como en los editoriales de El Pensamiento Navarro, no parece que el carlismo recibiera con esperanza ni con optimismo el advenimiento de la II República. Más bien, sucedió lo contrario. Los acontecimientos posteriores así lo confirmarían.

Jaime Merino Fragua

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Espinosa: Extremadura 1936, «un horror sin parangón»

Hace 80 años, el 14 de agosto de 1936 por la noche, comenzó la ‘matanza de Badajoz’.

Francisco Espinosa lleva décadas buceando en archivos y sorteando trabas para investigar la Guerra civil y el franquismo en el suroeste de España.

 

Una entrevista de Eduardo Muriel.

Francisco Espinosa (Villafranca de los Barros, 1954) lleva décadas buceando en archivos y sorteando trabas para investigar la II República, la Guerra Civil y el franquismo en el suroeste de España, donde la columna del general Juan Yagüe hizo estragos y sembró de terror los pueblos tras el golpe de Estado. Comprometido contra el olvido, su último libro, Lucha de historias, lucha de memorias. España 2002-2015, se centra precisamente en los avatares del combate por la memoria histórica.

Eduardo Muriel: ¿Se encuentra con muchas trabas el investigador de la época del golpe de Estado contra la II República y el franquismo?

Francisco Espinosa: La investigación de la historia reciente siempre ha sido conflictiva. Siempre. En los 80 en el suroeste peninsular había un tope a la hora de investigar, que era la II República. De ahí no se pasaba. Cuando lo intentabas los funcionarios rápidamente te decían que para qué querías determinados documentos… Había todo tipo de trabas y al final solamente si encontrabas una vía de acceso lateral, accedías a la documentación. Si no, no. Siempre ha sido una carrera de obstáculos. Ibas al Archivo Histórico Nacional y pedías documentación de la Causa General y rara era la vez que no te tocaba un funcionario que te hiciera comentarios negativos. La mayoría eran antiguos guardias civiles. También los archivos militares, que estaban más restringidos.

¿Esto tiene paralelismo con otros países de Europa?

No, no, en otros países todo esto está profesionalizado. Archivos como los ingleses o los franceses se diseñan de cara a favorecer el trabajo al usuario. Aquí no. Aquí cualquier investigador que se ha metido en este tema ha tenido problemas a algún nivel. Todo se reduce a un favor que te hacen.

¿Qué queda por saber de documentos inéditos del franquismo?

Queda lo fundamental. Hay tres fondos documentales que no hemos podido ver todavía y en los que está realmente la clave. Nos podrían dar un retrato fiable de lo que supuso la represión. Se trata de la documentación militar, que en su mayor parte fue destruida pero de la que tienen que quedar cosas, que aún no sabemos dónde están. Por otra parte está la documentación de las delegaciones de orden público, donde tenían un fichero exhaustivo de lo que había pasado con cada persona. Y por último falta la guardia civil, que también tenía una documentación completa sobre lo que estaba ocurriendo. En pueblos la máxima autoridad era el comandante militar de la guardia civil. Podía ser un sargento, un teniente, un cabo… lo que hubiera, según la entidad de la población. Si tuviéramos esa documentación, haría ya tiempo que se habrían desvelado totalmente las consecuencias del golpe. En algunas entrevistas con motivo del 80 aniversario me han pedido la cifra exacta de la gente que mataron en Badajoz. Eso con los registros civiles no se puede saber, la cantidad se queda en nada al lado de la realidad. Y esa documentación me temo que va a ser muy complicado que salga a la luz.

¿De qué depende que lo haga?

Sobre todo de voluntad política.

Habiendo gobernado el PSOE, que se supone que es un partido con tradición antifranquista, ¿no se tendría que haber solucionado?

No, no. En la época de Felipe González no querían saber absolutamente nada de la república ni de la guerra. Pero en el caso de [José Luis Rodríguez] Zapatero, cuando estuvo Carme Chacón de ministra de Defensa, se inició un proyecto de desclasificación de 10.000 documentos militares. La datación era entre 1936 y 1968. Hubo un equipo que estuvo clasificándolo -no sabemos qué es ni lo que contienen- y de esos montones de documentos iban a desclasificar una parte. Ya estaba todo preparado, pero faltó la voluntad. Antes de dejar el gobierno, cuando volvió a ganar el PP, dejaron sin pasar por el Congreso ese tema, por lo que no se aprobó el último paso necesario. Y ahí siguen los documentos.

La liberación de estos fondos documentales, ¿cerraría definitivamente discusiones como la de cuántos muertos hubo en la matanza de Badajoz?

Por supuesto, claro que acabaría. En el caso de la matanza de Badajoz, en el archivo militar de Ávila hay un documento importante que es un informe de [el general franquista] Yagüe. Se lo manda a Franco recién tomada la ciudad. Le explica la operación y le dice que en documento adjunto le pasa todos los datos sobre bajas propias, bajas ajenas, armamento recogido… un montón de cosas. Ese documento no está. Alguien lo ha cogido. Como antes de que pudiéramos entrar nosotros estaba abierto a los militares… Han estado solos, sin vigilancia. Imagina lo que pondría en ese documento. Hay un historiador francés que decía que cuanto más interesante sea un documento más posibilidades hay de que desaparezca.

Como historiador con experiencia, ¿tiene esperanzas de que en algún momento se sepa a ciencia cierta lo que pasó en Badajoz?

La esperanza no se puede perder, pero lo veo difícil.

Ha criticado en alguna ocasión el trato desastroso de los lugares de la memoria en Extremadura, como la destrucción física de la plaza de toros de esta ciudad.

Eso lo critiqué en el libro La columna de la muerte y tuvo un coste… Cuando se presentó en Badajoz, allí no fue nadie, ni del ámbito PSOE. Gente incluso que conocía, no fueron. Habían comprado ejemplares a la editorial, porque sabían lo que era el libro, que incluía listados de 7.000 personas que fueron asesinadas en la provincia y querían llevarlos a sus agrupaciones. Pero aquellas palabras les sentaron fatal. La destrucción de la plaza de toros, contado por alguien que lo vivió, se dio tras una reunión que convocó [el ex presidente de la Junta de Extremadura] Juan Carlos Rodríguez Ibarra y en la que comunicó la idea que había tenido: hacer un palacio de congresos en su lugar. “¿Hay alguien que tenga algo que decir?”, dijo. Y todo el mundo se quedó callado. Ni uno dijo nada. Por otra parte, el movimiento social por la memoria histórica en Extremadura ha sido siempre débil, y en eso ha podido influir la emigración. Toda esa gente se fue a Madrid, Cataluña, Euskadi, a otros países europeos. Los emigrantes eran precisamente gente del mundo de los vencidos, que podrían haber tenido ahora una participación más importante en todo este proceso. Desde el 2002 al 2008 se vivió una época de cierto ajetreo pero desde entonces el movimiento por la memoria ha ido en picado.

¿Qué se tenía que haber hecho con la plaza de toros de Badajoz para ser respetuosos con la memoria?

Pues había un plan ideado por Luis Pla, a quien mataron al padre y al tío, los hermanos Pla. Pertenecía a una familia de dinero. El padre tenía el garaje de venta de coches más importante de Extremadura. Eran gente de Izquierda Republicana.

Digamos burguesía progresista.

Eso es. Claro, los golpistas cuando encontraban a alguien así se ponían muy contentos. No sacaban nada de matar a miles de jornaleros, pero cuando cogían a uno como a Pla… el coche que se llevó Yagüe a Toledo era el coche de Pla. Un cochazo. La viuda y los hijos batallaron como pudieron y lograron que les devolvieran el garaje en los 50, que hoy en día es la sede del Colegio de Arquitectos. Pese a que les quitaron todo, conservaban las buenas relaciones que tenía la familia. Pues Luis Pla hizo hace años un proyecto en el que proponía un uso doble, en el que se conservaba media plaza y la otra era un espacio abierto. Y como por debajo estaba hueca, que era donde metían a la gente, quería aprovechar para hacer un centro de interpretación de lo que había pasado allí, con documentos, fotografías… Pla se lo presentó a Ibarra pero éste no tuvo ningún interés. A esta gente este tema les molestaba. El mismo Alfonso Guerra había dicho que la guerra civil era “pura arqueología”. Ése era el espíritu que se respiraba. Todo era la UE, lo que teníamos por delante, los acuerdos con Alemania… Lo que no tiene sentido ninguno es lo que hicieron, porque entre otras cosas el palacio de congresos es una ruina, no se utiliza. Hay que mantenerlo, limpiarlo… no quiero imaginar lo que costará su mantenimiento. Fue un error. Debería haberse hecho un centro donde la gente pudiera ir a recordar la ocupación de Badajoz, el golpe en la ciudad, y habría sido un lugar especial de memoria, como en Euskadi el árbol de Guernika o en Granada el sitio donde mataron a Lorca.

También es cierto que los poderes fácticos en la ciudad venían de la dictadura. Eso habría generado una resistencia muy fuerte.

Sí, pero ocurre una cosa. Durante muchos años la alcaldía y la Junta fueron del PSOE, podrían haber hecho lo que les hubiera dado la gana. La derecha de la dictadura y la transición no se habían atrevido a tocar la plaza de toros, porque pensaba que eso hubiera supuesto un problema social, una reacción importante. Llega el PSOE al poder y la derecha ve que éste no hace nada e incluso decide tirarla. Se quedan absolutamente asombrados. Al final resulta que lo tiran ellos. Una cosa absurda.

En su libro La columna de la muerte relaciona la represión tan brutal que hubo en la provincia de Badajoz con las ocupaciones de latifundios que tuvieron lugar el 25 de marzo de 1936. ¿Tanta trascendencia tuvieron aquellos hechos?

Escribí un libro, La primavera del Frente Popular, que lo que intenta es precisamente responder a esa pregunta. Y creo que demuestra que sí, que hubo una relación directa. Además Badajoz fue una provincia piloto para la reforma agraria por los problemas que arrastraba desde hacía ya muchísimo tiempo, como mínimo desde el siglo XIX.

Con las desamortizaciones.

Sí. Fíjate que coincide con la creación de la Guardia Civil, porque se crea una conflictividad social enorme y tienen que poner en todos sitios guardias vigilando la propiedad. Dejan a la gente sin medios de vida. El problema se plantea en 1932 cuando la República aprueba la reforma agraria. Cuando llega la derecha lo corta absolutamente todo y sólo mantienen los proyectos que ya están en marcha, que eran muy pocos. Y luego gana el Frente Popular, en cuyo programa se decía que se iba a iniciar de manera inminente el tema de la reforma agraria. Ahí la gente no esperó a que el gobierno actuase, porque ya había estado antes y se había quedado corto. La gente puso el ritmo de marcha. Tuvo que ser una cosa impresionante. El 25 de marzo se produce la invasión de fincas. Se presentaron a las cinco de la mañana para ocupar cientos de fincas en la provincia. El gobierno mandó a las fuerzas de asalto y lo que hacían los campesinos era salirse de la finca, con lo que no hubo choque. ¿Que se iba la guardia de asalto? Pues otra vez para dentro de la finca. Consiguieron lo que querían. Esto no era la revolución mexicana, no se quería quitar la propiedad a nadie, sólo se quería expropiar parte para el uso de los asentamientos.

¿De qué tipo eran esos asentamientos? ¿Dio tiempo a desarrollarlos?

Sí, en tan poco tiempo se hicieron. Había parcelas individuales y colectivas. Hay términos municipales inmensos, como Jerez de los Caballeros, donde hubo varios asentamientos. Además casi todos los propietarios eran absentistas, vivían en Madrid. En las décadas anteriores había habido muchísimo conflicto. Llegué a ver en varios ayuntamientos, aunque se conservaban muy pocas, las actas de formación de los asentamientos. Son documentos oficiales en los que se decide quiénes se van a asentar, cuántos, se nombra a una persona responsable de ese grupo, al que llamaban el cabezalero, e inmediatamente comenzaban a trabajar. En el Instituto de Reforma Agraria había técnicos a los que ese proceso les sobrepasaba totalmente. Eran gente normalmente de buena clase, eso de estar participando en un proceso de expropiaciones… pero luego había otros que sí estaban dispuestos a hacerlo. Claro, luego lo pagarían. Esos funcionarios lo acabaron pagando duro. En el caso de los que se asentaban, comprobé que eran prácticamente los mismos que aparecían en los listados de la represión. Había una represión de tipo ejemplarizante y para dejar a la gente aterrorizada, y luego otra que queda en mano de fuerzas locales. La Guardia Civil es la que manda, pero a ella la asesoran propietarios de derechas, los manijeros -los que llevaban las tierras de los propietarios cuando se ausentaban-, curas…

La Iglesia jugó también un papel fundamental en la represión.

Es terrible. Es otra de las cosas precisamente que tienen los documentos de los archivos militares. Cuando se le hacía un consejo de guerra a alguien, se le pedía informe a la Guardia Civil, al alcalde y jefe local del movimiento, a la Falange y al cura. Ahí se ve lo que decían los curas. Ese tipo de documentación ha desaparecido de los archivos parroquiales.

El siglo anterior fue de expolio de bienes comunales. ¿Cuáles eran las condiciones de vida del extremeño medio en el momento del golpe?

Lo que había precisamente era una falta de extremeños medios. Había una élite que vivía bien, clase media había muy poca, y luego una masa enorme de jornaleros, yunteros… Aquí no había industria, no podían trabajar como en otras zonas. La situación era terrible, explosiva. El momento clave para Extremadura se produce con la guerra de la independencia contra los franceses. Aquí se produjeron muchos de los episodios bélicos, en Badajoz, en las ciudades amuralladas de frontera. Se produce una inflexión, empieza una crisis que ya no se acaba durante todo el siglo XIX, con momentos especialmente duros, como la revolución del 68 de ese siglo, que aquí en Extremadura fue reprimida también duramente. Las nuevas expectativas se abren a finales del XIX cuando surgen los sindicatos importantes, la huelga general de 1917, que fue también notoria aquí. Luego se entró en la dictadura de Primo de Rivera y de nuevo volvieron las esperanzas con la República. Pero eso acabó fatal. Creo que Extremadura no se ha recuperado todavía. La reforma agraria iba a cambiar la vida de millones de personas en toda España, y aquí en la provincia de Badajoz a cientos de miles de personas, que habrían tenido posibilidades de acceder a otro estatus. Sin embargo se produjo el golpe y frente a lo que había habido, se dio una contrarrevolución. Se les quitó todo, incluso animales, el grano… Saqueaban las casas. Esa clase social quedó absolutamente anulada. Todo lo que recibía era limosna, como cuando se le da a los pobres la sopa boba. Si formó en todos los pueblos una especie de olla a presión. Muchos se cruzaban diariamente a con gente que sabían que habían participado en la muerte de familiares suyos. Para cualquier papel había que ir a suplicar al ayuntamiento.

Prácticamente una humillación.

Una humillación continua. La única válvula de escape se produce con la emigración en los 50, que es precisamente cuando se recupera la situación económica que había en 1935. Veinte años tardó en recuperarse la riqueza del país. En ese momento ya permiten a la gente moverse, porque antes para ir de un pueblo a otro necesitabas un permiso de la guardia civil. En algunos pueblos había calles que daban al campo y que las vallaron, para que no fueran salida para nadie. En otros lugares a la gente de izquierda les ponían en las paredes cuadros con simbología religiosa, marcándola. El tipo de horror que se practicó en Extremadura difícilmente tiene parangón con otras zonas, sobre todo en las primeras semanas después del golpe. Aquí la diferencia es que sube la columna africana, que es la que impone el sello particular que tuvo la represión. Por donde pasaron hicieron una matanza continua y encima a los que se quedaron les dejaron un modelo de funcionamiento. “Aquí podéis matar a quienes os dé la gana, no hay ningún problema”. Se mataba sin ningún tipo de sumario, ni de procedimiento de ningún tipo.

Una impunidad total.

Absoluta. Matando mujeres, algunas embarazadas. No había límite de ningún tipo. Todo estaba justificado. Llegaron a matar incluso a niños de 14 o 15 años.

Usted llega a hablar de una “matanza fundacional” del franquismo. Se aniquila a la mayoría de cuadros. Se asesina a gran parte del ayuntamiento de Badajoz.

En el de Badajoz cae más de la mitad. Pero eso fue general. Los primeros que caen en los pueblos son los representantes políticos, sindicales, la gente que se ha significado más durante la República, incluidas las mujeres y sus manifestaciones del 1º de Mayo… Todo lo descabezan y crean el modelo que van a seguir, que es el que marca la Iglesia y la Sección Femenina.

originalmente aparecido en lamarea.com

 

 

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David Becerra: Valle de los Caídos, documento de Barbarie

«Hasta que la democracia no condene el franquismo, ninguna iniciativa sobre el Valle de los Caídos impedirá que el enemigo deje de vencer».

Los golpistas en Cuelgamuros.

 

Cada vez que alguien –desde José Luis Rodríguez Zapatero hasta Baltasar Garzón, pasando por Manuela Carmena– sale con la ocurrencia de convertir el Valle de los Caídos en un monumento de paz y de concordia, me viene a la cabeza un cuento de Eduardo Galeano titulado La desmemoria/ 4. En su cuento, el escritor uruguayo rememora el día en que visitó Chicago, una ciudad que observa llena de fábricas y llena de obreros. Cuenta Galeano que al llegar al barrio de Haymarket pidió a sus amigos que le mostraran "el lugar donde fueron ahorcados, en 1886, aquellos obreros que el mundo entero saluda cada primero de mayo".

Ha de ser por aquí –me dicen. Pero nadie sabe”.

“Ninguna estatua se ha erigido en memoria de los mártires de Chicago en la ciudad de Chicago. Ni estatua, ni monolito, ni placa de bronce, ni nada”, continúa diciendo Galeano.

Sin embargo, en 1997, casi una década después de que Eduardo Galeano publicara su cuento en El libro de los abrazos (Siglo XXI, 1989), la plaza de Haymarket se acordó de los huelguistas que encontraron la muerte por reivindicar la jornada laboral de ocho horas. Una placa rememora desde entonces la lucha por los derechos de los trabajadores. Parecía que al final se les hacía justicia a los mártires de Chicago. Pero un grafiti nos recuerda que a veces las políticas de la memoria, más que justicia, lo que llevan a cabo es una apropiación, por parte de los vencedores, de la memoria de los vencidos. En la placa dedicada a los obreros muertos de Chicago apareció una pintada que de un modo harto elocuente decía: "First they took your life. Now they exploit your memory". Primero os quitaron la vida; ahora explotan vuestra memoria.

 

Cuenta Walter Benjamin, en sus Tesis de filosofía de la Historia, que "ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si es que este vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer". Los muertos no están a salvo cuando su memoria se normaliza o se institucionaliza no para establecer una ruptura con el pasado, con el tiempo de los vencedores, de sus asesinos, sino para desactivarla políticamente, para cerrar una herida que todavía sigue abierta y sin cicatrizar. La colocación de la placa constituye un intento de cerrar un pasado que todavía sigue abierto, porque la causa de su lucha sigue vigente hoy. Los muertos no estarán a salvo, ni su memoria justamente reconocida, si previamente no se condena a sus asesinos. 

Esta reflexión, de corte benjaminiana, debería servir para articular una política de la memoria histórica en España. Porque no hay placa que valga si la democracia no establece previamente una ruptura con la dictadura franquista. Y España, desde la transición, sigue teniendo pendiente esta tarea. No se puede hacer memoria desde el consenso y la reconciliación, sino impidiendo que el enemigo siga venciendo, esto es, impidiendo que el franquismo siga gozando de su impunidad. 

Bautizar, por lo tanto, el Valle de los Caídos como "El Valle de la Paz", como quería Manuela Carmena, convertirlo en un monumento de concordia y reconciliación nacional, como así lo pretendía la llamada Ley de Memoria Histórica de Zapatero, o transformarlo en un “Espacio de memoria”, que es la propuesta del juez Baltasar Garzón, aunque seguramente se traten todas ellas de iniciativas que persiguen la verdad, justicia y reparación, en realidad no hacen sino un flaco favor a la memoria de los vencidos. Una posición crítica y radical frente al Valle de los Caídos no pasa por su resemantización, porque la historia no precisa ser reescrita o renombrada, sino –y volvemos a Benjamin– ser articulada políticamente. "Articular el pasado históricamente no significa reconocerlo ‘tal y como propiamente ha sido’. Significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro", dejó escrito Walter Benjamin en sus Tesis de filosofía de la Historia. Menos crípticamente, articular la historia políticamente significa convocar, en este aquí y ahora, a los muertos, a las víctimas de la historia, para que con la fuerza de su recuerdo podamos transformar el presente, un presente en el que siguen habitando impunemente sus asesinos. Un presente que no solo niega, silencia y olvida a los muertos, sino en el que además se siguen sin anular las condenas que les impuso una dictadura ilegítima. 

El franquismo les quitó la vida y la democracia explota –utiliza, institucionaliza, banaliza, neutraliza— su memoria. Como les sucedió a los mártires de Chicago. Como entendió Galeano cuando, al final de su cuento, tras la inútil exploración de Haymarket, se adentra en la mejor librería de la ciudad. "Y allí –escribe Galeano–, por pura casualidad, por pura casualidad, descubro un viejo cartel que está como esperándome, metido entre muchos otros carteles de cine y música rock. El cartel reproduce un proverbio de África: Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador".

Hasta que la democracia no condene, pues, el franquismo, ninguna iniciativa, responda a la buena voluntad que responda, impedirá que el enemigo cese de vencer. Es por eso que una política de la memoria no se puede hacer solamente con buenas intenciones. Ni monumento de concordia ni de paz ni de reconciliación. El Valle de los Caídos, símbolo de la barbarie, del fascismo español, construido por esclavos republicanos, no puede ir acompañado, en su resemantización, por palabras amables que terminen por desactivar la memoria de los vencidos. Por ello, para hacer justicia, para devolver la dignidad a quienes murieron defendiendo la democracia, para articular políticamente el pasado y hacer de verdad un ejercicio de memoria que no tergiverse la realidad histórica, habría que colocar, en el Valle de los Caídos, una placa que dijera: Esto es un documento de barbarie. Esta sería, en mi opinión, la mejor forma de recordar el pasado, de recordar lo que supuso el golpe de Estado, la Guerra Civil y la dictadura franquista: barbarie. De lo contrario, seguiríamos glorificando al cazador. Aceptando su sentido común, su construcción cultural. Porque el Valle de los Caídos no es otra cosa que un documento de cultura que construyó el franquismo para legitimar su poder. Por eso es tan acertado denominarlo "documento de barbarie", porque, y como decía Walter Benjamin una vez más, "no hay documento de cultura que no lo sea también de barbarie". Porque ya les quitaron la vida, no dejemos ahora que además exploten su memoria. 

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David Becerra Mayor es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de La Guerra Civil como moda literaria (Clave Intelectual, 2015).

Publicado originalmente en ctxt.

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M. Sánchez-Ostiz: «A 80 años de El escarmiento»

Ayer hizo 80 años que en mi ciudad de origen, Pamplona, se alzó en armas el general Emilio Mola Vidal. Con el nombre de El Director llevaba meses conspirando con los militares de África y de otras regiones militares; al margen de encontrarse ya con dos conspiraciones en marcha en la plaza, cuando llegó a la ciudad, sin saber bien a dónde iba, en el mes de marzo de aquel año: una de los militares de la guarnición y otra de los carlistas. La víspera, por la tarde, habían asesinado por la espalda a Rodríguez-Medel, el jefe del cuerpo de la Guardia Civil. A primera hora de la mañana un capitán al mando de una compañía del regimiento de montaña América leyó en la plaza del Castillo el bando de guerra impreso en los talleres del Diario de Navarra, cuyo director, Raimundo García, fue una de los más firmes apoyos de la conspiración y el golpe, antes de que la tropa al mando de un alférez del regimiento fuera pegándolo por las esquinas de las calles adyacentes. «El Escarmiento» estaba en marcha.

Por la tarde de aquel día, las tropas de Mola iniciaron su particular marcha sobre Madrid por un lado y sobre la frontera francesa por otro con intención de cortarla. Mola creía que aquello era cuestión de horas o pocos días, y que el golpe militar iba a ser un éxito. No fue así. Curioso que temiera más la desafección del general Franco que la de otros generales y coroneles con mando en plaza que permanecieron fieles a la legalidad republicana, y que tarde o temprano fueron fusilados.

Las columnas que fueron sobre Madrid y la frontera francesa se vieron enseguida detenidas en seco por fuerzas leales a la República y por milicianos. Irún no cayó hasta el mes de septiembre y Madrid hasta 1939. Aquella noche del 18 al 19 de julio, en el viejo palacio de Capitanía de Pamplona, donde se urdió aquel golpe, estaba presente un agente de la inteligencia militar alemana, que no descarto fuera el propio Canaris, que ya había estado encendiendo la conspiración hacia el 19 de marzo, en la frontera de Bera, donde se entrevistó con Mola.

La mañana del día 19, domingo, radiante, las calles de la ciudad se llenaron de requetés –los voluntarios carlistas, uniformados y armados con armas compradas durante meses en Bélgica, instruidos en guerrilla urbana en Italia y adiestrados hasta por sacerdotes en campo abierto–, de falangistas que la prensa llamaba «muchachos del fascio» que se aprestaron a los primeros destrozos, detenciones, incautaciones de locales, y de voluntarios que acudían de toda Navarra a alistarse en el alzamiento.

Aquella mañana del 19 de julio comenzaron, además de las detenciones, los primeros asesinatos en descampados, y las fugas del sálvese quien pueda. La represión estaba urdida al detalle desde meses atrás: profesionales liberales, campesinos y campesinas, concejales de ayuntamiento, simpatizantes o votantes del Frente Popular… políticos republicanos. Detrás quedó un montón de viudas y de huérfanos. Me consta de manera directa que fueron a buscar, lista en mano, hasta a personas que habían fallecido en el mes mayo, lo que quiere decir que las listas estaban confeccionadas con mucha antelación. No fue una violencia de reacción, sino una violencia planificada al detalle, como así consta en la documentación militar que ha sobrevivido y está ampliamente publicada. Mola insistió mucho en que tenía que dar «un escarmiento».

Aquellos voluntarios, arengados por caciques de pueblón y por curas sobre todo, creían que salían de romería y que en cuestión de días iban a regresar a casa a ocuparse de las cosechas y de las haciendas. La realidad, muy otra, los convirtieron en tropas de choque. Entre tanto, en la retaguardia, donde no hubo enfrentamiento armado ni rebelión contra el golpe ni frente de guerra luego, se desató aquel verano de 1936 una pavorosa represión, pueblo por pueblo, casa por casa, una auténtica cacería con episodios pavorosos. Había gente que se libraba del tiro en la nuca por tener familia entre los lazados, otros, por lo mismo, eran fusilados y arrojados a una fosa. Sobran los nombres. Era una comunidad pequeña y brava en la que se conocían todos. Todavía hay nietos que buscan a sus abuelos por las fosas de los descampados y reclaman una política pública y sincera de Verdad, Justica y Reparación.

Ayer, frente a la casa en la que vivo, en la cripta del monumento que levantó Navarra «A Svs Mvertos en la Crvzada», donde están sepultados los generales Mola y Sanjurjo, se iba a celebrar como todos los años, una misa subterránea en honor de los golpistas y en ensalzamiento de los valores que propiciaron la rebelión militar de julio de 1936. Ayer, hoy, mucha gente, de esa y otras tierras, sigue abriendo fosas para encontrar a los suyos. Hoy, el partido en el poder y sus aliados se niegan a condenar el golpe, la guerra que vino luego y el franquismo. La sombra de lo sucedido hace 80 años, hace mucho, sí, es espesa y se sigue proyectando en un presente de realidad social muy comprometido, entre enconos, reclamos, desplantes crueles y falsas reconciliaciones. La defensa del franquismo y la condena del republicanismo cada vez más pujante se está convirtiendo en un agresivo signo de identidad de clase. La violencia verbal de los actos políticos, la mala saña de los gobernantes frente a sus opositores políticos, la tendencia autoritaria y represiva del gobierno, el encono social manifiesto, los rencores, los «ni olvido ni perdono», como guión y banderín de enganche… y las reconciliaciones privadas, no las olvido. No, no hay riesgo de enfrentamiento alguno, solo que queda un poso amargo de memoria transmitida de padres a hijos y de estos a los suyos, de memoria del agravio y de los valores que defendieron.

He escrito mucho sobre este asunto (El Escarmiento (2013), La sombra del Escarmiento (2014) y El Botín (2015)) y siempre digo que, como sostienen los que nada quieren saber de lo entonces sucedido, hay que pasar página, sí, pero antes hay que escribirla, es decir, «tienes que dejarme escribirla sin reservas ni censuras, con pleno acceso a los archivos, luego léela, y a continuación, si tú quieres, la pasamos».

Originalmente publicado en cuartopoder.es.

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J. L. Anderson: Dinamitar el Valle de los Caídos

Un 20 de noviembre, hace algunos años, visité el Valle de los Caídos en las afueras de Madrid. No esperaba ver lo que encontré allí. Un recinto sepulcral y silencioso enclavado en un bosque, resguardado por discretos policías. Dentro había un puñado de sombríos visitantes, incluyendo dos hombres de bigotes cortos y largos chaquetones de cuero negro, quienes, de pronto, delante mío, dieron saludos fascistas al unísono ante las tumbas de los hombres allí enterrados. Al hacerlo, intercambiaron miradas cuasi clandestinas, y salieron a una gran terraza que hay afuera, presidida por la gran columna de piedra y la cruz que se alza al cielo azul. Ahí se encontraron con sus miradas de complicidad para caminar juntos. Por un rato les observé deambular con un aire de propiedad y de pertenencia. Me di cuenta de que allí yo era el forastero, y que ellos estaban en su lugar. Es más, quedó claro que era un sitio exclusivamente reservado para ellos, los últimos fascistas, protegido por un Estado inexplicablemente complaciente.

Sentí que estaba en un lugar maldito, y que ese lugar debía ser destruido, que mientras existiese, fascistas como esos hombres podrían reunirse y sentirse de alguna manera reivindicados en sus ideologías nefastas, e inclusive soñar con la posibilidad de un retorno al poder. Me parecía una ofensa a la conciencia humana que ese monumento siguiera en pie y protegido inclusive por el Estado español mientras que el cuerpo del poeta Federico García Lorca, víctima de los mismos hombres allí enterrados, está todavía tirado en un barranco anónimo, en lugar de tener una sepultura digna. Él y unas decenas de miles más, claro.

 

Como hijo de un país que tuvo su propia guerra civil hace siglo y medio, en el que se pueden visitar museos dedicados al tema desde ambos bandos e incluso alguno de los principales campos de batalla -conservados y protegidos como monumentos históricos- siempre me había extrañado que en España no hubiera un lugar oficial en donde ir a recordar la cruenta contienda que desangró al país de 1936 a 1939, y que fue la antesala de la mismísima Segunda Guerra Mundial. Al visitar el Valle de los Caídos, dejé de extrañarme. Entendí que en España nunca hubo una reconciliación nacional, sino una victoria aplastante de unos en contra de los otros, y fue a esa realidad a la que se adaptó la gran mayoría de la gente.

Cuando pregunto a españoles cuál es el monumento nacional a la Guerra Civil, me dicen que no existe o, después de pensar un momento, sugieren que es el Valle de los Caídos. Yo les pregunto: ¿Acaso no es ese lugar la tumba de Francisco Franco y de Jose Antonio Primo de Rivera? Sí, me dicen. Y además, pregunto, ¿no fue mandado construir por Franco con la mano de obra forzada de prisioneros de guerra de la vencida República? Sí, me dicen. Entonces, pregunto, ¿no es el Valle de los Caídos un monumento a la victoria de Franco? Pues sí, me dicen, casi siempre algo incómodos. Casi todos me aseguran que ellos personalmente nunca han visitado el Valle de los Caídos, y que es un punto nulo para ellos, porque ya no tiene ninguna relevancia en sus vidas, ni tampoco para la España moderna. Que lo han consagrado al olvido junto con todo lo demás –monjas, la cruz, las iglesias a donde solo van las viejas, junto con las familias numerosas, el servicio militar obligatorio y la tauromaquia–. "Tomate otra caña, Jon Lee", me dicen, "y deja de joder".

Pero no puedo. Siempre me ha inquietado la tendencia española a la amnesia colectiva y también su tolerancia a convivir con lugares temibles como el Valle de los Caídos. Comenzando con el pacto del olvido que fue el eje de la la famosa Transición post franquista, me parece que este empecinamiento español en negar la verdad de su propia historia es la gran flaqueza de su precaria democracia. Esta amnesia hacia lo propio también se extiende a la Segunda Guerra Mundial, –ya que Franco simuló neutralidad en la contienda– y ha hecho posible que los españoles se sientan libres de toda responsabilidad moral en aquello. Esto es extremadamente ofensivo y de hecho se asemeja a la actitud de los turcos con su obstinada negación histórica de la carnicería a la que sometieron a los armenios, y que es de alguna manera la piedra fundacional del Estado turco que vemos hoy en día –tan intolerante, tan poco dispuesto al debate civil, tan poco democrático–. España y Turquía tienen algo fuerte en común: la negación de su propia historia.

La derrota de Alemania, en cambio, obligó a los ciudadanos de ese país a enfrentar los horrores que habían cometido en nombre del Tercer Reich. Decidieron borrar de la faz de la tierra el lugar exacto de la muerte de Hitler, su búnker en Berlin, justamente porque no quisieron legar a sus nefastos discípulos un lugar de peregrinaje. A través de los años los alemanes también han podido enfrentar sus demonios y hoy en día, en debate abierto y consciente, asumen su responsabilidad ante el genocidio que cometieron.

La pequeña vecina nación de Portugal también tuvo su dictadura fascista pero, aunque fuera tardía, los portugueses tuvieron su Revolución de los Claveles, y se sacaron algunos clavos. En España, en cambio, los españoles se quedaron acurrucados durante cuarenta largos años con su dictador, excusando su comportamiento con la supuesta dictablanda de los últimos años (que incluía ejecuciones con garrote vil hasta meses antes de su muerte), y cuando les tocó la hora de buscar un cambio, optaron por la paz de los muertos y una amnesia artificial a cambio del advenimiento del turismo, del bikini, y de un país Benidormido, en donde no pasa nada porque todo pasa.

Hoy, cuando se cumplen 80 años del "levantamiento" que lideró Franco en el verano de 1936, que provocó la Guerra Civil y terminó con las vidas de por lo menos medio millón de españoles y el exilio de otros tantos –además de alentar a Hitler en su invasión de Checoslovaquia y a emprender la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto– sería conveniente reconciliarse con la historia, y, en un acto solemne, con la aprobación del Parlamento, volar con poderosos explosivos ese monumento a la brutalidad que se llama Valle de los Caídos.

Allí, entre los escombros de ese lugar tenebroso, España finalmente podría tener su monumento nacional: un sitio en donde no sólo los verdugos serían recordados, sino también sus víctimas.

Apoyan este artículo de Jon Lee Anderson los periodistas Martín Caparrós, Gumersindo Lafuente e Ignacio Escolar. Editorial Pamiela también lo apoya.

Originalmente publicado en: eldiario.es

 

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Fiestas de Sin Fermín

Cualquiera que no sea autóctono con denominación de origen o pamplonés de toda la vida y contemple el espectáculo que tiene delante de sus ojos durante estos días que llaman sanfermineros, se preguntará quién era ese buen tipo llamado Fermín y al que se rinde un absoluto vasallaje festivo y religioso.
Para su sorpresa, se encontrará con la certeza de que la mayoría de la gente que aclama y venera a dicho santo no tiene idea de quién era, si nació de mujer o de endriago, si tiene partida de nacimiento contrastada o si puso alguna vez sus pies en la ciudad. En fin, terminará por preguntarse si no será una leyenda deleitosa o un apócrifo como la copa de un abedul.
Siendo esto materia admirable para una persona más o menos crítica, mayor estupor le causará descubrir que, tratándose de un santo, usufructuado por la Iglesia católica, sea un poder político, como el del Ayuntamiento, quien con mayor satisfacción dobla su espinazo ante una imagen que dicen que representa al santo. Pues este lector crítico sabe bien que se trata de una adhesión confesional que le está prohibida al Ayuntamiento por las leyes del Estado. Leyes que los políticos de dicha institución pública han jurado o prometido respetar, acatar y hacer cumplir, y que ni cumplen, ni acatan ni respetan.  
Más bien sucede lo contrario. Paralelo al espectáculo que la ciudad le ofrece, también podrá contemplar el esfuerzo titánico del municipio para enfrentarse a esa modernidad que se empeña en introducir cierta racionalidad y equilibrio en costumbres y tradiciones religiosas, y que atentan contra el principio democrático de la pluralidad confesional de la sociedad en que aquellas pretenden hacerse hueco y devoción en la calle avasallando todo vestigio de pluralismo confesional.
Si escarba en el argumentario de estos ediles, terminará por saber que estos alegan que dicha modernidad es una lata, porque se inquieta demasiado por asuntos que no merecen tanta inquisición, pues la tradición religiosa se basa en la fe inofensiva del creyente y nada hay que temer, pues no tiene fundamento en la realidad. Del mismo modo que no la tiene la existencia del propio santo a quien le dedican todos los días de la semana sanferminera misas, octavas, vísperas, ofrendas y un repertorio confesional religioso variadísimo. Hasta los niños, adoctrinados por sus padres para su bien, piden su intercesión y la bendición de sus pañuelos fetiche en un acto fideísta, además de supersticioso.
¿Qué decir a todo ello? La verdad es que no cabe sino admirarse. Y reconocer el poder fascinante que tiene la nada, la fantasía, el relato apócrifo y la leyenda. ¿Y la mentira? No. La mentira bastardea la realidad y pierde su fuerza porque acaba desvelando su nula verosimilitud. La fantasía y el apócrifo están recubiertos de otra mermelada existencial.
Los creyentes del mundo se basan en la Nada consiguiendo, por paradójico que parezca, inventar relatos tan divertidos como los de la ciencia ficción. Esta gente tiene mucho mérito. Cortejadores habituales de la nada, se esperaría que fuesen discípulos del nihilismo. Pero no. Al contrario, se transforman en seres resolutivos, tanto que el fundamento de sus acciones lo asientan en dogmas, en principios categóricos, cuando no en verdades reveladas, y no, como sería lógico, en el escepticismo. Una transformación que a la modernidad racionalista e ilustrada le resulta incapaz de entender. Y eso que esta modernidad no ignora que aquello que no existe ha sido siempre lo más productivo para la creación artística. De hecho, gracias a que Dios no existe, han surgido además de teólogos, confesores y obispos, infinidad de sectas religiosas que pugnan por considerarse los únicos y verdaderos intérpretes de esa Nada.
San Fermín se inscribe en ese mismo territorio de la nada. Si hubiera existido como mandan los cánones del documento nacional de identidad, del padrón municipal y del pago de la contribución, hace tiempo que habríamos dejado de hablar de él. Y, por descontado, no tendríamos unas fiestas en su honor. Si las hay, fue porque no tuvo una existencia real. Pero no hay que alarmarse por saber que en los archivos de la ciudad no consta ni su huella dactilar, ni su reliquia. La constatación, más que una desgracia, es un alivio.
Porque esto es lo extraordinario. Haber construido sobre la nada más absoluta unas fiestas en nombre de alguien al que mente tan poco sospechosa de ateísmo o de anticlericalismo, como el historiador Goñi Gaztambide, señaló como personaje inventado, perteneciente a una tradición falsa, indemostrable, apócrifa, inexistente. A idéntica conclusión llegarían los investigadores J. M. Jimeno Jurío y Roldán Jimeno.
No hubo un sujeto existencial llamado Fermín y nunca fue torturado ni martirizado. Por lo que sus hipotéticas reliquias del trigémino jamás se depositaron en esta ciudad. Ocurre en muchos lugares. Existen infinidad de fiestas populares dedicadas a santos que nunca existieron. Y esa es la base de muchas tradiciones religiosas: el vacío, al que veneran de forma insólita los lugareños.
Lo que confirma lo que decíamos. La Nada puede convertirse en un generador poderoso de expectativas, ilusiones, creencias y demás alfalfa existencial. Invocar a un caballero inexistente como fundamento de unas actividades parecerá cosa de ilusos, pero es lo más habitual. De hecho, las tradiciones con más arraigo son aquellas que se basan en la fantasía y en el relato apócrifo. La pena es que exista una cuadrilla de explotadores que utilizan la buena fe de la gente para sacar provecho de unas fabulaciones increíbles.
Adquirir la marca san Fermín para institucionalizar unas fiestas cívicas y civiles tiene mérito, sabiendo que dicho santo es una entelequia inventada por una hagiografía tan truculenta como divertida. Preguntar, por tanto, a cualquier individuo que forma esa masa que inunda calles, fuentes y terrazas quién era este hombre llamado Fermín, de dónde era, cómo era, qué le gustaba más si el tinto o el clarete, el abadejo o el ternasco de la Cuenca, será una pérdida de tiempo, porque nadie sabrá responder.
Es realmente extraordinario. A un tipo que no existió, la corporación municipal de Pamplona le dedica misas, himnos, vísperas, procesiones y rezos. Un triunfo de la nada y del vacío en todo su esplendor ruidoso. Lo más curioso que nadie sabe si a este Fermín le gustaban los toros, pero, ya ven, todos los años se las ingenia para echar un capote a ese corredor despistado, evitando que un astado le deje la firma violenta de su ceguera en las tripas. Milagros así no los hace cualquier santo.  Y, si de milagros hay que hablar, ninguno como el protagonizado por el Ayuntamiento actual, a quien le resulta más fácil creer en el capote del santo inexistente que en la pluralidad confesional democrática exigida por la constitución.  


Víctor Moreno, José Ramón Urtasun, Fernando Mikelarena, Txema Aranaz,
miembros del Ateneo Basilio Lacort

 

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Bingen Amadoz: «Hijos… muy diferentes»

Bingen Amadoz repasa en este artículo de opinión, diferentes aspectos, documentación y reflexiones propias relacionados con la memoria histórica en torno a la guerra civil, la represión franquista del 36 y controvertidas figuras públicas del momento como la de Jaime del Burgo.

 

Era 14 de mayo de 2016. Tres casedanos asesinados en el 36 y recientemente exhumados de una fosa común en Lekaun volvían a su pueblo 80 años después. También estaban de vuelta los restos de Eladio Zelaia, peraltés, azkoiendarra, párroco de Cáseda durante 35 años que murió igualmente asesinado por los fascistas del pueblo al que había servido, posicionándose en favor de los pobres y Cáseda acogía además a un desconocido que había compartido la suerte y la tumba de los casedanos, un asesinado sin nombre que dejó sin duda un hueco entre los suyos aunque ahora se haya perdido la huella que los unía.

El recibimiento y el homenaje se desbordaron en emotivas palabras y cuando un hijo del pueblo, Pedro Leoz, tomó el micrófono pudimos escuchar, sorprendidos, algo que seguramente nadie esperaba. Pedro reveló ante los numerosos oyentes que su familia vivía en los tiempos de las matanzas acomodadamente y aunque él entonces no tenía mas que siete años, pidió perdón sin ser culpable para decir, a continuación, que su propio padre estuvo “implicado” en aquello. Nos demostró tener una excepcional calidad humana y los detalles que pudimos conocer mas tarde sobre su vida, dedicada por entero a los humildes y a la justicia con mayúsculas, no hicieron sino ratificar su bonhomía. Los aplausos cerrados le agradecieron su valentía y su grandeza de corazón.

Que lejos quedan, lamentablemente, las aseveraciones de un hombre que por encima de sospechas y acusaciones se empecina en defender a su padre, un personaje al que buena parte de nuestra sociedad no puede recordar sin fruncir el ceño.

Los Del Burgo han sido gentes poderosas durante décadas. Lo que ellos decían iba a misa. ¿A dónde si no? Jaime del Burgo, el padre, se rebeló desde muy joven al poder legalmente establecido y lo hizo por medio de las palabras a las que también acompañaban las armas. Ese proceder tiene un nombre que su hijo, Jaime Ignacio, ha utilizado muchas veces para referirse a otras personas que optaron por las mismas vías en épocas mucho mas recientes.

Jaime del Burgo fue carlista, pero no un carlista chusquero de boina roja y excursión. El fue entrenado en Italia por los nazis de Mussolini. El extremismo de su ideología tenía un pedigree que no tenía cualquiera. Y se ocupó del Requeté y en el Requeté. Organizarlo fue una de sus tareas. Y quizás habría que recordar una vez mas que el Requeté era el carlismo armado.

Jaime del Burgo se dejó ver, y mucho, en trifulcas y conflictos ocurridos en Pamplona durante la República. “El 20 de mayo se instruyeron diligencias contra Jaime del Burgo Torres, Manuel Martínez Estrada, Ignacio Olañeta Villa y Alejandro Asteburuaga Muruzabal, por tráfico de armas realizado el día dos desde Eibar, destinado a miembros de la Juventud Jaimista, organización a la que pertenecían. Las armas no aparecieron y las acusaciones de sedición y de querer alzarse publicamente contra el gobierno constituido, no pudieron ser probadas, siendo absueltos.” (Lucha de clases en Navarra. 1931-1936 Emilio Majuelo. Página 127). Sin embargo el propio Jaime del Burgo reconoció que las cuatro personas mencionadas estaban implicadas en este tráfico. (Conspiración y guerra civil. Alfaguara. 1970. Página 511).

Siempre se ha sabido por otra parte que Jaime del Burgo estuvo involucrado en un episodio violento ocurrido en el centro de Iruña, a resultas del cual se produjeron tres muertes.

“Con todo, los hechos mas violentos ocurrieron en la capital la noche del 17 de abril de 1932. Jaime del Burgo Torres al frente de un grupo de jóvenes salió del Círculo Tradicionalista, hacia el lugar donde un jaimista había reñido con otros, resultados dos heridos. Tras esta acción, se refugiaron en el Círculo, en la plaza de la República, donde entre una aglomeración de gente se oyeron seis o siete disparos, resultando muertos José Luis Pérez, Saturnino Bandrés Etxezuri y Julián Velasco, este murió el dia 26 a consecuencia de las heridas recibidas, era ugetista lo mismo que Bandrés mientras que Perez era jaimista… La intransigencia de elementos carlistas unida a la actividad armada del requeté, dieron lugar a estos hechos. La primera pelea tuvo como origen una blasfemia cuando pasaba un sacerdote, originándose un altercado que no tuvo mayores consecuencias hasta la aparición de Jaime del Burgo con unos jaimistas que iniciaron los golpes con porras. ( Lucha de clases en Navarra 1931 1936. Emilio Majuelo. Página 185)

La presencia de Jaime del Burgo en las violencias mencionadas ha sido contrastada por los expertos que escriben la historia. No son rumores, ni habladurías, ni acusaciones veladas sin fundamento.

Pero hay más. Bastante más. Hay testigos cuya verdad expresada podrá cuestionarse pero que en todo caso habrá que tener en cuenta, porque si de algo nos nutrimos para saber lo que ha ocurrido, es de testimonios que relatan hechos concretos.

Testimonio de Francisco Inza Goñi. Pamplona. “Mi padre se llamaba Francisco Inza Arbizu y era interventor de La Vasconia. Era republicano y fue depurado por ello. Siempre contaba que el primer día del Alzamiento iba por la calle Aralar uno que le llamaban Lozano, una persona un poco parada, de una familia muy conocida en Pamplona. Iba silbando a la altura de la perrera municipal cuando le echaron el alto. Parece que no se dió cuenta y siguió silbando hasta que Del Burgo le soltó un tiro y lo mató allí mismo. Mi padre lo vio. Había mas testigos y siempre fue de dominio público en Pamplona cómo y quién mató a Lozano.” (De la esperanza al terror Navarra 1936. Altafaylla. Sexta edición. Página 483.

Recientemente Jaime Ignacio del Burgo ha defendido la inocencia de su padre con una aseveración tan peregrina como incierta diciendo que “es absolutamente falsa y contraria a la verdad histórica que la sublevación del 19 de julio en Pamplona y la posterior represión fue responsabilidad de los requetés carlistas de Del Burgo”.

Es esta una afirmación que ahonda en el dolor producido por las heridas nunca cerradas de todas las familias que fueron víctimas de la barbarie. Podrá Del Burgo sacudir todas sus alfombras. Ese polvo ya no nos intoxica. Cuando la verdad se conoce de primera mano ni Goebbles resucitado podría hacernos creer repetidas mentiras.

Los asesinos que entraron en la habitación donde dormía mi padre, adolescente de trece años, se llevaron a su hermano de 22 años que compartía el dormitorio con él. Mi padre intentó defenderlo y hasta pudo sentir en su cara el roce de las boinas, de las txapelas rojas que llevaban en la cabeza las alimañas humanas que le pusieron los fusiles en el pecho para inmovilizarlo. Esos mismos requetés se llevaron a mi abuelo, sacándolo de su habitación en el otro extremo del pasillo. ¿De quién eran esos requetés? ¿De Del Burgo? ¿De Esteban Ezkurra? ¿De Jose Martinez Berasain? ¿De quién eran? De lo que no hay duda es de que eran requetés y de que mataban a inocentes indefensos, a padres de familia, a jóvenes vigorosos. ¿Quién ordenaba, denunciaba y señalaba? Los que lo hacían son tan responsables o más que los que apretaban el gatillo.

Dice Jaime Ignacio del Burgo en recientes declaraciones, queriendo exculpar a su padre de las responsabilidades que pudiera tener en la represión que “la mayor parte de los crímenes tuvieron lugar entre julio y septiembre del 36 y que en ese período su padre se encontraba en el frente de Somosierra, siendo desde allí destinado a Gipuzkoa”.

En realidad esa, al menos, no es toda la verdad. La prensa local publica el día 16 de octubre de 1936 una orden del Jefe de Requetés por la que nombra como sustituto, con plena representación, de las facultades que le han sido conferidas al capitán Jaime del Burgo Torres. El día 24 de mismo mes de octubre se publica una requisitoria firmada por el Jefe de Requetés, Capitán Jaime del Burgo. (Sin piedad. Fernando Mikelarena. Editorial Pamiela. Página 290).

Conviene recordar que entre esas dos fechas, el día 21 de octubre, ocurrió la “saca” de Tafalla. Asesinaron en la Tejería de Monreal a un total de 64 personas a las que habían sacado de la cárcel de Tafalla. 27 eran de Tafalla, 15 de Peralta-Azkoien, 12 de Berbinzana, 3 de Gallipienzo, 2 de Cáseda, 2 de Murillo el Cuende-Aresatz, 1 de Caparroso y otra de San Martin de Unx.

“Eran las dos y media de la madrugada cuando llegó a las puertas de la cárcel de Tafalla un numeroso grupo de requetés del Tercio Móvil de Pamplona. Allí mismo leyeron la lista de los que iban a ser “trasladados”. (De la esperanza al terror. Editorial Altafaylla. Página 589).

Las matanzas no pararon ahí, ni mucho menos. En la Tejería de Monreal asesinaron cuatro días más tarde a cinco peralteses y a una maestra de Iruña.

Las conclusiones lógicas no necesitan mayores explicaciones.

Hemos escuchado demasiadas veces exculpar, desvincular a los voluntarios requetés que estaban en el frente, de los hechos luctuosos ocurridos en sus propios pueblos, como si su ausencia fuera garantía para proclamar su inocencia. La realidad sin embargo es muy tozuda y contradice esa afirmación que solo es admisible para algunos. No para todos. Algunos tendrían altos ideales, otros los tenían muy bajos y oscuros. Nos lo certifican los papeles que ellos escribieron y firmaron y que consiguieron ser salvados de las numerosas desapariciones de documentos ( tuvieron mucho tiempo para hacerlo), y que aún pueden ser consultados en los archivos.

Como ejemplo vale un botón o tres:

1. En el verano de 1936 dice la Junta de Guerra Carlista que ha visto un escrito del Jefe del Requeté de Agoitz y Aós que operan en el frente de Gipuzkoa por el que se cita la posibilidad de detener a elementos izquierdistas de dichas localidades, por ser de significación contraria al movimiento nacional por el que ellos luchan. Se acuerda dar traslado de dicho escrito al puesto de la Guardia Civil de Agoitz a los efectos que estimen oportunos.

2. “Desde el frente guipuzcoano, cerca de Irun, a seis de septiembre del 36, los requetés de la villa de Arroniz piden a la Junta Central de Guerra: que hallándose en ese pueblo hombres de ideas políticas muy avanzadas y creo que todavía no les agradaría nada de lo que en nuestra compañía defendemos, sería de verdadera y completa necesidad de que a toda esa gentuza se cerrase para que ni a público ni a escondidas nunca nos puedan hacer mofa y además darles su merecido castigo, entre ellos figuran los siguientes: Pablo Ramos, nacionalista, que ha hecho gran campaña y desempeña el cargo de organista, Teófilo Perez, socialista, José Martinez, José María Morrás, Alfonso Arana, Víctor, Tiburcio, Juan y Francisco Baquedano, cenetistas, Pablo Mauleón Arana, Eduardo y Francisco Etxeberria…”. Firman los requetés de la villa de Arróniz que piden Justicia y repiten los gritos de Viva España y Viva Cristo Rey.

3. Desde el frente de Atienza el 7 de septiembre de 1936 dos requetés de Liédena se dirigen a la Junta Central Carlista de Navarra diciendo que han sabido a través de Francisco Puyada, ahora con los requetés, pero que anteriormente frecuentaba la Casa del Pueblo de Liédena que en la citada Casa del Pueblo existía una lista negra en la que se incluían a los principales dirigentes del “orden” entre los que se encontraban los denunciantes. Dicen los dos requetés de Liédena que los socios de la Casa del Pueblo disfrutan de buena salud. Se refieren a Teófilo Carlos, al que acusan de estar involucrado en la Revolución de Asturias, a Jose María Torigados y a Victorino Latorre que se han incorporado a Falange. Añaden que hay otros tan destacados y peligrosos como los anteriormente señalados y que son: Jose Luis Olarte, maestro de Aibar, Angel Iriarte, comerciante de Liédena, Francisco Guembe y Juan Olleta, que han huido y Blas Etxeberria, de pésimos antecedentes. Lo ponen en conocimiento de la Junta “para que se tomen las medidas oportunas”. Firman los requetés de Liédena Cándido Beaumont y Manuel Areso.

Todos sabemos que tipo de medidas se tomaban en la Navarra de septiembre de 1936. Que estuvieran ausentes es una cosa y que no hicieran nada es otra muy diferente. Existía el correo y algunas de las denuncias enviadas desde los frentes de guerra se conservan en los archivos. Nunca sabremos cuantos señalamientos hubo, teledirigidos desde los frentes, ni tampoco cuantos asesinatos fueron consecuencia directa de esas denuncias.

Jaime Ignacio del Burgo habla de altos ideales entre los voluntarios requetés que luchaban en el frente, ideales que considera mancillados por la actuación de algunos elementos que se habían quedado en casa.

Muchas comunicaciones recibidas desde los frentes por la Junta Central de Guerra de Navarra solo piden castigo y venganza contra los que no pensaban como ellos. A donde habían ido a parar sus ideales. Seguramente se habían quedado atascados en el quinto mandamiento.

Los requetés y los falangistas en retaguardia se llevaron por delante las vidas. Pero no solo eso. El terror obligó a escapar en estampida a los que se creían en peligro. Algunos, no pocos, tuvieron que correr hasta el frente de guerra como “involuntarios”. Y algunos, muchos, murieron y los reclamaron los vencedores como “suyos” y hasta colocaron sus nombres en el monumento a los Caídos de Iruña. Ojalá desaparezca pronto esa otra gran mentira.

Y se sucedieron los robos, las humillaciones, los cortes de pelo a las mujeres, las vidas truncadas de los que se quedaron sin futuro, sin poder estudiar, sin poder hacer lo que de ellos se esperaba. Y mi padre vivió treinta años menos que Del Burgo padre. ¿Tenían peor salud los pobres? ¿Los represaliados, los no fascistas eran acaso físicamente mas débiles? ¿Menos inteligentes quizás? Pues no!!!. Tuvieron que vivir una vida mucho más miserable que la de los vencedores. Eso si!!! ¿Y de eso también son culpables los requetés y los falangistas? Sí. También de eso. Y de que no hayamos recuperado el ritmo de vida que nos cortaron hasta la cuarta generación también.

La impunidad permitió que no hubiera justicia, ni culpables condenados pero, ¿quién ha dicho que para el cuerpo social además, esa ausencia de justicia convirtiera en inocentes a los ejecutores, a los responsables, a los culpables?

Publicado originalmente en Diario de Noticias, el domingo 26 de junio de 2016

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M. A. Muez: «Carta a Jaime Ignacio del Burgo»

A raíz de la querella presentada por Jaime Ignacio del Burgo contra la exposición «Navarra 1936», es oportuno recuperar el artículo que el exconcejal del Ayuntamiento de Pamplona Miguel Ángel Muez publicó el 10 de febrero de 1999 en el periódico Gara.

 

 

Carta a Jaime Ignacio del Burgo

Por si alguien tiene dudas acerca de las intenciones de esta carta, aclararé que no soy miembro de Herri Batasuna,  de  ningún partido nacionalista vasco, ni tan siquiera de partido político alguno. No tengo ambiciones políticas,  ni electorales,  ni en las próximas elecciones,  ni en  ninguna otra. Simplemente tengo dignidad y  memoria. Y suficiente edad y experiencia para conocerles a usted y a su  mundo. Porque usted, señor Del Burgo, en coherencia con su discurso, no podría dialogar con muchas gentes de su entorno político y ni tan siquiera con su propio padre, miembro organizador y jefe de «banda armada» contra el Gobierno democrático elegido en la España del año 1936.
He escuchado por radio unas palabras suyas en las que anatemiza a todo el que colabore en cualquier acción política concreta con Herri Batasuna.

   En opinión de usted, todos tienen «las manos manchadas de sangre», los militantes de Herri Batasuna y los que, en un intento de buscar la paz, colaboren o simplemente dialoguen con ellos. Para usted, no hay más que dos clases de ciudadanos, los que piensan como usted, y todos los demás, que somos «banda armada».
Durante muchos años, las gentes que nos sentimos perdedores de aquella tragedia, que organizaron su padre y sus amigos en Navarra, hemos tenido que «dialogar» con los vencedores, en los ayuntamientos, en las asociaciones, en la prensa, para tratar de hacer un mundo diferente y mejor. Hemos sentido sus humillaciones, nos han herido sus calumnias, sus abusos y nunca les hemos acusado de tener «las manos manchadas de sangre». Pero usted se permite repetirlo machaconamente ahora. Con una particularidad. Ni usted, ni su padre, ni sus amigos jamás ofrecieron  ninguna tregua, su paz no existió, sólo su victoria. Señor Del Burgo, repase usted la Historia, la escrita precisamente por los de su bando. Por ejemplo, coja usted el libro Memorias de la Conspiración, de Antonio Lizarza:

Página 43: «En este tiempo [1934] y conforme lo acordado en nuestras entrevistas con Mussolini, salieron de Navarra varias expediciones de jóvenes que marcharon a Italia a instruirse en el manejo de ametralladoras, fusiles y bombas de mano […]. Entre otros Jaime del Burgo, jefe del Requeté de Pamplona».
   Página 63: «En Bélgica se fletó, por mediación de don José Luis de Oriol, un barco con 6.000 fusiles, 150 ametralladoras pesadas, 300 ligeras, 5.000.000 de cartuchos y 10.000 bombas de mano. Sólo se recibieron las ametralladoras».
   Página 86: «El 19 de mayo de 1935 se realizaban completas maniobras militares en Zufía. Las dirigían Jaime del Burgo…»
   Página 100: «Como consecuencia de un mitin carlista en Bilbao […] hubo fuerte tiroteo y tres muertos. El Requeté autor de los disparos vino huido a Pamplona donde estuvo algún día escondido en casa de don Eusebio del Burgo. Después, por Cilveti, se le encaminó a Francia no sin antes proveerle de dos pistolas».
   Página 101: «Hubo dos pequeñas fábricas de bombas, una en Caparroso y otra en Mañeru, con depósito en Traibuenas».
   En El Pensamiento Navarro, del 19 de julio de 1966, Jaime del Burgo dice: «…Velamos aquellas armas [julio de 1936], que habían permanecido ocultas en recónditos lugares de la casa en espera de que un hombre honrado lanzara a los cuatro vientos la señal convenida para iniciar la nueva Reconquista».
   En el libro Navarra 1936. De la esperanza al terror, se recogen dos cifras de fusilados en Navarra: Más de 1.000, según el General Salas Larrazabal. Más de 2.000, según el historiador Jimeno Jurío.
   Señor Del Burgo, aquí nadie ha pedido perdón. Ni siquiera la Iglesia. En el Diario de Noticias del 24-10-97 podemos leer las siguientes declaraciones del obispo de Sigüenza en la Comisión Permanente de los obispos españoles: «La Conferencia Episcopal Española no se ha planteado pedir perdón por las connivencias de la Jerarquía Eclesiástica con el  Régimen franquista…»
   A su vez, en el Boletín Oficial de la Diócesis, noviembre de 1936, pueden leerse las palabras del obispo: «Con los sacerdotes han marchado a la guerra nuestros seminaristas. No son clérigos. Han empuñado las armas con la mayor decisión, arrojo y bravura. Es guerra santa».

   No pretendo hacer en este comentario un resumen de más de medio siglo de aplastamiento de un Pueblo. Solo quiero hacerle pensar que, cuando acusa usted a alguien de tener las manos «manchadas de sangre», considere que otras manos «manchadas de sangre» han dirigido nuestros destinos todos estos años, sin treguas, sin diálogo, sin derechos humanos, sin democracia, sin elecciones.
   Entonces, mire al espejo y cállese, ¡por amor de Dios!

Miguel Ángel Muez, exconcejal del Ayuntamiento de Pamplona-Iruña durante tres legislaturas.
Gara, 10 de febrero de 1999

 

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Emilio Silva: «Muñoz Molina: elogios al olvido»

Emilio Silva comenta en su blog de publico.es los «elogios al olvido» de Muñoz Molina en El País.

 

 

“En casa del herrero, cuchillo de palo”, señalaba un artículo el diario argentino La Nación cuando en el año 2002 se extendía la búsqueda científica de los desaparecidos de la dictadura franquista. Durante muchos años hemos escuchado a intelectuales y políticos utilizando países lejanos como ejemplos de dictaduras y violaciones de derechos humanos. En los primeros años tras la recuperación de la democracia, el Congreso y el Senado celebraron sesiones e incluso tuvieron comisiones sobre los desaparecidos y las desaparecidas de nacionalidad española en el Cono Sur americano, mostrando así ese “tic” neocolonial de señalar al resto lo que deben hacer para reparar sus violaciones de derechos humanos.

En ese juego de contribuir al silencio y al olvido “sin que se note” han colaborado numerosos “intelectuales” que desde espacios seudo-progresistas han contribuido a alicatar la impunidad cultural de los crímenes de la dictadura franquista, la nuestra, la de casa, la que tuvo la colaboración de miles de asesinos de civiles, de torturadores, de bebés de presas republicanas de posguerra, de psiquiatras que aplicaban electroshocks a las lesbianas, de curas que con una hogaza de pan en la mano ejercían en los tiempos del hambre su terrible poder sobre el cuerpo y el alma.

Pero dentro de las diferentes posturas acerca de la relación con el pasado, una de las más dañinas es la de la tibieza intelectual, la de académicos de la lengua y de la idílica transición que desde discursos sin supuesta ideología construyen y reconstruyen un cortafuegos para que la impunidad del franquismo siga blindada y sus víctimas amparadas con una especie de caridad dialéctica pero no reparadas.

Leo en el suplemento cultural “Babelia” del diario El País el artículo de Antonio Muñoz Molina titulado Elogio del olvido. El académico y galardonado escritor utiliza las reflexiones de un periodista y ensayista especializado en la guerra de Bosnia, David Rieff, para disparar contra el proceso de memoria histórica en España, que es desde donde escribe; lo que llamaríamos un clásico. En junio de 2010, el filósofo Fernando Savater, ya utilizó el mismo libro para respaldar un artículo que se titulaba “Recuerdos envenenados”, en el que aseguraba, utilizando al periodista como burladero, que “el complejo colectivo de las víctimas suele crear otros verdugos”.

Los conflictos con el pasado de Muñoz Molina llevan supurando bastante tiempo.  En el citado artículo se justifica, antes de atacar directamente la cuestión: “… yo mismo he intentado contribuir al rescate de la memoria de la República española y de la cultura que quedó amputada y dispersa tras la derrota en la Guerra Civil y la grosera tentativa de lobotomía del franquismo”. Llamar “tentativa de lobotomía” a lo sucedido en un país arrasado culturalmente, erializado, desierto, es ablandar la realidad, cuando muchos de los éxitos culturales de la recuperada democracia tienen que ver directamente con el cultivo sistemático de la ignorancia que llevó a cabo el franquismo.

En el mismo suplemento cultural, el 2 de enero del año 2010, dedicó un artículo al periodista y escritor húngaro Arthur Koestler (de nuevo un extranjero traído como autoridad para hablar de lo de aquí) y a su experiencia en la guerra civil española. Dos frases de ese texto eran especialmente llamativas: “En Sevilla consiguió una entrevista con el general Queipo de Llano….”, y otra en la que, refiriéndose a Madrid, dice que “[r]ecorría la ciudad bullanguera y sanguinaria…”. La aséptica referencia al sanguinario, criminal de guerra y alentador de violaciones de mujeres Queipo de Llano y el desplazamiento de la palabra sanguinaria a la ciudad de Madrid, que en esos días se defendía ejemplarmente de los avances del fascismo, parecen explicar muchas cosas.

En el artículo con el que arranca este texto (“Elogio del olvido”), añade Muñoz Molina refiriéndose a David Rieff, que “ha sido testigo de los efectos terribles que puede provocar una obsesión por el pasado histórico”. Delata así el bucle en el que se encuentra inmerso el académico jienense. Podemos entonces saltar a su Todo lo que era sólido (2013) en el que afirma lo siguiente: “Lo más difícil de recordar de 2006 es hasta qué punto se quiso que fuera 1931 y 1936. Obsesionados con la exhumación de fosas comunes no reparábamos en el fragor de las excavadoras que abrían por todas partes zanjas para construir chalets y bloques de viviendas sobre terrenos rústicos recalificados por alcaldes ladrones, sobre humedales y zonas protegidas de bosque y en los paisajes litorales hasta entonces vírgenes y en cualquier superficie en la que se pudieran cavar unos cimientos”. Y añade: “En 2006 las noticias más urgentes eran casi siempre acerca del pasado. Excavaciones de fosas de ejecutados e indagaciones judiciales sobre verdugos muertos treinta o cuarenta años atrás ocupaban aquella extraña actualidad en la que el presente casi no existía sino como reiteración fantasmal de las confrontaciones sanguinarias de hacía tres cuartos de siglo”.

 

Llama la atención esa hiperbólica manera de medir la proliferación de obras sobre memoria histórica, más aún cuando en el año 2009 él mismo publicó una novela ambientada en la guerra civil. Sus palabras, ofensivas para las familias de las miles de desaparecidas y desaparecidos que no buscan broncas políticas sino soluciones judiciales, recuerdan a las de Pablo Casado, cachorro del PP, cuando dijo aquello de que “en el siglo XXI no se puede estar de moda ser de izquierdas porque son unos carcas, están todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no sé quién…”.

Desde que en el año 2000 la exhumación científica de trece desaparecidos republicanos dio lugar a la creación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, se pinchó la burbuja del olvido mantenida durante años gracias a la colaboración de partidos políticos, universidades e intelectuales que en el pasado operaban ocultando las violaciones de derechos humanos, la existencia de miles de torturadores y verdugos y la realidad de una sociedad que ha construido su estructura social sobre la violencia, la rapiña y la corrupción dictatorial.

Pero Muñoz Molina no está solo. Andrés Trapiello, miembro en la actualidad de la Comisión de la Memoria del ayuntamiento de Madrid a propuesta de Ciudadanos, ha afirmado en varias ocasiones que “con el pasado no se hace política ni poética”. También camina por ese senda Javier Cercas, quien tras la publicación de su libro El impostor (2014), ha recorrido España y América Latina denunciando el “negocio de la memoria” en España, cuando basta conocer un poco de historia reciente y repasar la lista del IBEX 35 para saber que el gran negocio en nuestro país ha sido el olvido. Añadirle también que igual su novela, sobre un republicano deportado a Mauthausen que nunca lo fue, podría haberse MEJOR titulado “Un impostor”, en un país repleto de franquistas disfrazados de demócratas.

Decía el poeta Juan Gelman que cuando acaba una dictadura comienzan a trabajar los organizadores del olvido. En España han tenido mucho trabajo. Lo prueba que en los libros de texto sigan sin aparecer cuarenta años después de su final las violaciones de derechos humanos de la dictadura, que las víctimas no hayan perdido el miedo durante décadas, que por si las moscas se asaltara en 1981 el Congreso de los Diputados para inyectar en el temor al pasado conservantes y colorantes, y que quienes han accedido al conocimiento y lo han producido y reproducido hayan escogido conversar con el pasado menos incómodo: intelectuales descafeinados de fascismo, exiliados selectos por su fama literaria o sus posiciones moderadas, la élite cultural de los años treinta más desideologizada…. Y mientras tanto, 114.226 hombres y mujeres han permanecido en las cunetas de nuestra historia, de nuestra cultura política, de nuestro presente. Elogiar el olvido es elogiar la inexistencia de las víctimas ni de victimarios. Quizá, quienes no han hecho nada contra la impunidad de la sanguinaria dictadura franquista, puedan así mantener la impostura de mostrarnos su conciencia tranquila.

En twitter: @Emilio_Silva_

 

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La exposición «Navarra 1936» en Burlada

 

 

 

 

 

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Eduardo Laporte: Miguel Sánchez-Ostiz salvado por el humor

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Por Eduardo Laporte.

Miguel Sánchez-Ostiz: «A mí lo que me ha salvado es el humor»

Si en la literatura española hay un autor con fama de maldito, a contrapelo y «outsider», ese es Miguel Sánchez-Ostiz. 2015 ha sido un año fecundo para él. Porque, aunque vive apartado, no abandona la literatura… salvo «los días bajo la nube».

 

El escritor Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) ha culminado un 2015 pletórico con la publicación de la segunda y definitiva entrega de su ambicioso proyecto de recuperación de la memoria histórica de Navarra. Un descomunal trabajo de documentación, sin renunciar a la voz literaria, que le ha dejado tiempo para una novela, Perorata del insensato −que rivaliza en destreza formal con su celebrada «Las pirañas»−, un dietario y un análisis en clave académica sobre la obra que inaugura esta fértil etapa: El Escarmiento. Imparable actividad literaria cocida en el valle del Baztán, al norte de Navarra, y en una editorial de provincias, Pamiela, en lo que tiene mucho de desafío a las voces que lo han querido sepultar literariamente.

Tiene fama de autor maldito, de escritor a contrapelo, «outsider», que diría él, y por tanto oscuro y hasta bronco. Pero quien le conoce en su faceta más cercana y cotidiana sabe que tras esa supuesta dificultad en el trato hay un espíritu jolgorioso y vitalista. Porque, como él mismo confiesa sin complejos, los días bajo la nube vienen sin avisar e impiden cualquier tipo de actividad, asuntos literarios incluidos. Pero luego están los otros días, los luminosos, los responsables de miles de páginas en un autor que atesora más de sesenta títulos publicados y que, «off the record», revela que tiene hasta catorce libros empezados.

 

Entrega vocacional

Su escritorio en su piso de Pamplona es tan abigarrado que la mirada no encuentra asidero en el que posarse. Libros a porrillo entre los que destacan textos de Baroja y una voluminosa edición de «Lord Jim», de Conrad; una maqueta de un navío dieciochesco que parece sacado de un libro de Tintín, figuras étnicas y, en un lugar presidencial, los títulos de cosecha propia, ordenados cronológicamente. Una entrega vocacional a la escritura que se inauguró en 1982 con una sobria edición de «Los papeles del ilusionista» publicada bajo los auspicios de una caja de ahorros local. Ahí ya estaban las claves de su obra posterior: una voz propia, de una intimidad radical, cultista, de un refinamiento que más adelante dejó paso a más registros hasta llegar a su obra más arriesgada y ambiciosa, «Las pirañas», que Seix-Barral publicó en 1992.

«En Bolivia dicen que soy "kencha". Que atraigo la mala suerte. Se ríen mucho conmigo y hacen bien porque en parte es verdad»

Antes, ya había puesto su nombre en el mapa literario con «La gran ilusión» (Premio Herralde 1989). Se refería, el título de la novela, al cine, no a las ilusiones de la vida que le mostrarían su cara y su cruz. Como cuando se le cerraron las puertas de la primera fila del mundo editorial y periodístico. Porque a partir del año 2000 se empezó a joder todo, cómo él mismo reconoce. La cancelación de un contrato sostenible en el tiempo. Una importante colaboración que se queda en nada. Y pasar luego por la madrileña calle Desengaño y sentir la conjura del destino en su contra y llevarse un ladrillo de tan pintoresca vía, sede de mujeres de mala vida y lugar de residencia del «apóstol» José Martí. El ladrillo sigue entero, granito puro, y el redactor de estas líneas lo manosea no como la prueba de una derrota; al revés: es la evidencia de una resistencia, la del escritor que lo aguanta todo y parece salir fortalecido.

Hay quien dice que, a finales de los ochenta, Miguel Sánchez-Ostiz era, simplemente, el escritor. El abandono de la abogacía como práctica ganapán dio paso a una entrega total a la carrera literaria a tiempo completo. Ese perfil que le gustaba a Umbral, quien por cierto no tragaba a Baroja, al contrario que Sánchez-Ostiz, autor de varias biografías sobre su figura y de ediciones de algunas de las últimas novelas rescatadas del autor vasco.

 

Acusaciones injustas

Llegaron los premios, el prestigio, la publicación en las editoriales más importantes de la ficción literaria española y, entrado el siglo XXI, una suerte de maldición literaria y apartamiento de la primera línea. ¿Fortuita? En su último dietario, A trancas y barrancas, Sánchez-Ostiz recuerda con acritud cómo cayó sobre él una de las peores acusaciones que te pueden hacer en la España democrática: que sostengas las tesis «abertzales» y, por tanto, las de ETA. Fue en el transcurso de la cena de los Premios Mariano Cavia, en 2004, y la infamia se propagó como un reguero de pólvora. Antes, ya le habían cruzado la cara en más de una ocasión algunas personas que se sintieron ofendidas por aparecer en sus libros en clave de personaje.

«En Bolivia dicen que soy kencha. Que atraigo la mala suerte. Se ríen mucho conmigo y hacen bien porque en parte es verdad». Y trae a colación cuando, en uno de sus primeros viajes a Bolivia, en 2004, lo metieron en un coche, burundanga mediante, y lo tiraron en un descampado casi una hora después, tras quitarle lo poco que llevaba. Fue en el centro de La Paz. Usaron una falsa placa policial y una pistola para recordarle que aquello iba en serio. O la vez que lo confundieron, también en Bolivia, con «un mafioso italiano» y fue detenido, en 2012, por miembros de la FELCN (Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico). «Me tuvieron detenido más horas que las legales, no me dejaron llamar a mi abogado; les dije que quería hablar con el ministro de Minería, muy amigo mío, pero ni caso».

«El fracaso de un escritor es dejar de escribir, desertar, abandonarse… lo otro es falta de éxito. Algo que no depende de él»

De esas andanzas de «flâneur» extremo han quedado libros como «Cuaderno boliviano» (Alberdania, 2008) y más que vendrán, como uno sobre La Paz que Sánchez-Ostiz tiene casi concluido. Un derrotero inaugurado en 2005 con «La isla de Juan Fernández» (Ediciones B), aunque quizá sería más justo decir con «Peatón de Madrid» (Espasa, 2003), una joya de la literatura del paseo y la observación que con suerte se encuentra hoy en las ferias del libro antiguo y de ocasión. «Fue un libro silenciado. Como «La isla de Juan Fernández», que no se presentó en ningún lado», se queja en voz baja. «La calavera de Robinson», Cornejas de Bucarest…, como si no las hubiera escrito».

Tampoco corrió mejor suerte «Pío Baroja, a escena» (Espasa, 2006), un retrato casi en primerísimo primer plano del autor de «El árbol de la ciencia», que tampoco fue presentado, «ni en Madrid, ni en Pamplona, ni en ningún lado». Se preparó después un congreso, con fondos públicos, sobre Pío Baroja, en Pamplona, que contó con nombres de relumbrón, Mario Vargas Llosa entre otros, y una ausencia brillante: la de Miguel Sánchez-Ostiz. El simposio, que no habría agradado al propio Baroja, no llegó a celebrarse, pero el agravio lo tradujo nuestro hombre en un nuevo libro, sobre Baroja, cómo no, titulado Tiempos de tormenta, Pío Baroja, 1936-1940 (Pamiela, 2007), y que tampoco tuvo mayor eco. «Son casi 600 notas a pie de página, coño, y escritas en unas condiciones que no son las de un universitario». Una grafomanía, como la que confesaba que tenía Josep Pla, que se pone de manifiesto cuando le encargaron 20 folios para una conferencia sobre los 75 años del fin de la Guerra Civil y entregó 200. De ahí surgió La sombra del Escarmiento (1936-2014).

«En la Guerra Civil, en todos los lugares donde no hubo frentes, las listas de personas a eliminar estaban establecidas de antemano»

Durante años, este que escribe observó desde su ventana el mismo paisaje que contemplaba el autor de «Un infierno en el jardín» (Anagrama, 1995), pionero texto, por cierto, sobre la especulación inmobiliaria. Cosas de haber vivido en el mismo edificio, en el paseo Sarasate de Pamplona, con vistas al sombrío monte San Cristóbal, también conocido como Ezkaba. No sabía que aquel lugar acogía en su cima un museo de los horrores que sólo a través de la literatura y de la memoria histórica abriría sus puertas. Porque el 22 de mayo de 1938 tuvo lugar una de las evasiones carcelarias más dramáticas de la Historia, con presos mayoritariamente republicanos, recluidos en el fuerte de San Cristóbal reconstruido en penal y bajo control franquista. Se fugaron 795 reclusos en caótica desbandada, de los que fueron fusilados 187. Tres de ellos lograron cruzar la frontera a Francia.

Eduardo Laporte: ¿Cuándo conoció las truculentas historias de ese monte tan familiar?

Miguel Sánchez-Ostiz: Desde crío. Me dijeron que [a los fusilados tras la fuga] les habían encontrado caracoles en la tripa y eso se me quedó grabado. También se me quedó grabada otra expresión: que los cazaron como a conejos.

E. L.: ¿Era algo de lo que se hablaba en casa?

M. S-O.: Sí

E. L.: ¿Cree que es una tema, las represalias del bando vencedor en Navarra, representativo de lo que pasó en el resto de España y que seguía huérfano por estos pagos?

M. S-O.: Sí, sí. Faltaba contar esos episodios con documentación. Son hechos históricos que había que abordar minuciosamente, que es lo que yo he intentado en El Escarmiento y en El Botín.

E. L.: A propósito de El Escarmiento, el crítico Rafael Narbona habla en un artículo de «talento narrativo» al emplear un personaje que va buscando documentación para su propia novela «sin cansar al lector», y añade que la conjunción de lo ficticio y lo literario produce un efecto paradójico, «pues los acontecimientos adquieren un relieve casi insoportable». ¿Está de acuerdo?

M. S-O.: Había que contarlo de alguna manera…

E. L.: ¿Le gusta la etiqueta de «novela ensayística» que se ha empleado para El Escarmiento?

M. S-O.: Si fuera alguien con nombre, diría que es un género híbrido, pero como no lo tengo, pues no lo digo, porque lo mismo te abuchean.

E. L.: «Género híbrido» no suena nada pomposo…

M. S-O.: Bueno, este es un género que es mezcla de ensayo, mezcla de crónica, mezcla de novela…

Insiste el escritor en que hablar de la Guerra Civil, y de la represión posterior, no es hacerlo de «cosas del pasado». Él también se enteró, siendo niño, de que la Historia reciente guarda sorpresas no siempre agradables. Como cuando aquel descubrimiento infantil en Obanos, Navarra, escenario de la memoria sentimental que luego trasladó a «No existe tal lugar»: una casa, contigua al caserón familiar, que había estado cerrada desde 1936. Excitados por la curiosidad infantil, él y unos amigos se colaron dentro y ahí se encontraron el tiempo detenido y el vacío de unas biografías que quedaron truncadas. «Fue así como me enteré de los fusilamientos, de las sacas, de que en los pueblos había pavor. Habían sacado gente de allí para matarla, y la casa se quedó tal cual, para siempre».

«En Pamplona, me dijeron que a los fusilados les habían encontrado caracoles en la tripa y eso se me quedó grabado»

Una casa puede quedar congelada, pero la Historia, con mayúsculas, continúa. Y se siguen destrozando placas de un mural que homenajea a republicanos muertos en la Batalla del Ebro. «Si la Guerra Civil fuera cosa del pasado, esto no sucedería; pero sucede, con tanta frecuencia que se ha hecho rutina». Lo dice en A trancas y barrancas, en la entrada del 13 de febrero de 2014, cuando recuerda cómo, hoy, se ponen trabas a la apertura de fosas, se dificulta o impide el acceso a archivos, se atacan de manera impune monumentos y se alientan homenajes a los golpistas.

Correrías por el casco viejo de Pamplona

«En todos los lugares donde no hubo frentes de guerra, habida cuenta que la represión estaba planificada de antemano por los sublevados, las listas de personas a eliminar estaban establecidas de antemano. Hay documentación, todo estaba previsto, como que dejaron muertos en las cunetas para generar instrucciones. Son cosas que vienen de lejos, de lejísimos; la idea de escarmentar al enemigo viene de la concepción romana de la guerra, de los españoles en América…»

En su opinión, los primeros días de sublevación sirvieron de «ensayo general» para los posteriores compases de la guerra espoleada por Franco y sus correligionarios, perfectamente adheridos a su causa en el proclive territorio navarro. «Mola se encontró con una conspiración en marcha, por no decir dos, una en los cuarteles y otra fuera de ellos.»

Cambia de tercio Miguel Sánchez-Ostiz, para ponerse jocoso. Habla de su vecino, «hijo de un conspirador», con el que, confiesa por lo bajini, se lleva muy bien. Ha compartido con él correrías por el casco viejo de Pamplona, y eso une. «Casi importa más que tienes algo que compartir, por poco que sea, que lo que te divide.»

Ese vecino hipertímido, hiperculto, admirador de autores tan poco de moda como el falangista Ángel María Pascual (Pamplona, 1911-1947), dejó paso a alguien capaz de hacer suya esa máxima de Santa Teresa, vivir de buena gana, que da título a su «blog». El porqué de ese afán vitalista del escritor lo podríamos encontrar en el título de otro de sus dietarios: «Sin tiempo que perder» (Alberdania, 2009).

Eso es lo que ha intentado con sus estancias en Baztán, cuyo buen trato con sus gentes se encarga de dejar claro en su último diario: «Parcos en palabras serán, pero tienen formas eficaces de decirte que eres bien acogido». De hecho, como señala en esta entrevista, entre risas, su entorno habitual dice de él que está «más loco con agua con que con vino».

«La idea de escarmentar al enemigo viene de la concepción romana de la guerra, de los españoles en América»

Prueba de ese espíritu que no renuncia al gamberro que no tiene dentro es la novela que en un principio se llamó «La momia» y que luego se quedó en Perorata del insensato (Pamiela, 2015), en la que un pintor que ha ido de manicomio en manicomio lleva a cabo un monólogo efervescente, con la lucidez del delirio y el desgarro verborreico de quien se abraza a la momia de la monja que lo cuidó. Reconoce que la escribió a modo de, digamos, procrastinación positiva, para no encarar la redacción de El Botín, y de paso le salió una apuesta formal, estilística, de lenguaje vivaz y explosivo comparable al de «Las pirañas».

Aciertos y errores

Pero detrás de la verborrea chisporroteante está la caricatura propia, el análisis en carne viva de los aciertos y los errores, sobre todo los errores: «Insensato, sí, muá, ni, ay, que sí, que me quejo, me quejo, mea culpa por tanto, mea culpa, y por eso mismo me afirmo, ay, y largo por muamém, por irremediable, por irreconciliable, por inadaptado, por amnésico, por desahuciado y hasta por bohemio».

Un derroche literario que al lector cómplice le provocará alguna que otra risotada contagiosa. «A mí lo que me ha salvado es el humor», reconoce Miguel Sánchez-Ostiz. Y el humor se conserva, pese a los días bajo la nube, cuando se mantiene la fe en lo que uno hace. Lo dice en una de las páginas de A trancas y barrancas, que vienen al pelo como corolario de este artículo: «El fracaso de un escritor es dejar de escribir, desertar, abandonarse… lo otro es falta de éxito. Algo que no depende de él». Dicho en otras palabras, si hay razones, y ganas, para escribir, la vida tiene algo, o mucho, de exitosa.

 Eduardo Laporte, ABC cultural, 2 de enero de 2016. Foto: Clemente Bernad.

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Entrevista a Roldán Jimeno (por Patxi Irurzun)

Sus investigaciones sobre los crímenes de la guerra civil en Nafarroa y la posterior represión (por los que recibió amenazas) pusieron las bases para una obra referencial como es Navarra 1936. De la esperanza al terror. Sobre sus estudios sobre el euskara, Txillardegi escribió que lo que Koldo Mitxelena había supuesto para la lingüística vasca, Jimeno Jurío lo supuso para la historia del euskara. Recorrió todos los caminos de Nafarroa, habló, siempre de igual a igual, de manera humilde y afable, con los vecinos de cada pueblo, para recuperar su toponimia y su historia. Convirtió la Historia en algo cercano y humano, aproximándose a lo pequeño, a lo local. Roldán Jimeno, su hijo y alumno privilegiado, evoca en esta entrevista la figura del pequeño gran historiador de Artaxoa, de quien Eugenio Arraiza escribió: «Sin él, Nafarroa sería distinta, menos soberana, menos plena, menos hermosa»

Patxi Irurzun: ¿Cómo recibieron la noticia de este reconocimiento póstumo, hay sensaciones contradictorias o agridulces?
Roldán Jimeno: La concesión de la Medalla de Oro ha supuesto toda una sorpresa inesperada. Cuando falleció mi aita, en 2002, diversas entidades culturales y sociales le propusieron para el premio Príncipe de Viana de la Cultura. El Gobierno de Navarra de entonces, para evitar la polémica ante una no concesión, cambió las bases para que no se otorgase a título póstumo. Aquello nos dolió mucho. De alguna manera, este premio, aunque tardío, cicatriza aquella herida.
En su caso particular, además, supongo que es imposible separar a Jimeno Jurío como personalidad y como padre y maestro…
Yo he sido un gran afortunado, pues, en efecto, fue un lujo para mí tener un maestro doméstico, que me guió en mis primeros pasos y con el que trabajé codo con codo en mis primeras investigaciones. Además, después de fallecido, con la preparación de sus Obras completas, he seguido aprendiendo de él y lo sigo haciendo, pues todavía nos queda una docena de libros por sacar. Por suerte, también he heredado muchísimas de sus amistades, muchas de ellas del gremio de los historiadores, por lo que, no lo voy a negar, hacerme un hueco en este mundo me ha resultado mucho más fácil.
¿Qué recuerdos más tempranos tiene en cuanto al trabajo de su padre? ¿Despertaron su vocación o marcaron el camino que usted siguió?
Yo soy hijo único, y me tocaba ir con mis padres a todas partes. Formaban parte de mi cotidianidad infantil las exhumaciones de fusilados del 36 o el trabajo de campo etnográfico, por no decir las fotocopias de documentos antiguos que mi aita podía tener desplegados por su mesa. Supongo que todo eso caló en mí. Durante mi adolescencia a mí me gustaba la historia, pero tampoco me veía como historiador, quizás por esa edad rebelde en la que uno no quiere distanciarse de sus progenitores. Yo, más allá de creerme en aquellos años anarquista, no sabía muy bien hacia dónde iba a encaminar mi vida. Y cuando llegó el momento de escoger un camino, fue cuando afloró en mí esa vocación oculta, y, la verdad, acerté de lleno. Primero estudié la carrera de Historia, en la que los consejos de mi aita siempre fueron determinantes, y luego la de Derecho.
Su madre también fue un apoyo importante para Jimeno Jurío, trabajó a menudo con él… ¿Hay una parte de esta Medalla de Oro también para ella?
Qué duda cabe. Mi aita y ella se llevaban catorce años. Coincidió, además, que mi aita, que trabajaba de bibliotecario para la Caja de Ahorros Municipal, fue un pionero en las prejubilaciones de las cajas, en 1983. Tenía una edad fabulosa para seguir investigando, por lo que él era el que estaba entre casa y los archivos, y mi ama trabajando, trayendo la parte importante del jornal a casa. Pero también le echaba una mano en sus cosas, si era necesario, y, por supuesto, los fines de semana le solía acompañar a realizar entrevistas etnográficas o lo que fuera menester.
El método de trabajo de su padre estaba muy ligado al trabajo de campo, el contacto con la gente, escuchar a todos por igual, prestar atención a las pequeñas cosas… Algo que corre el riesgo de caer en desuso en una sociedad tan tecnológica y especializada como la actual.
Para el trabajo de campo, ya sea para la recogida de datos etnográficos, para los testimonios toponímicos o incluso para la recuperación de la memoria histórica, hace falta tener una sensibilidad especial, una empatía con tus entrevistados, un cariño inmenso hacia lo que haces, y un conocimiento profundo de lo que investigas.
Se destaca también en ese sentido, con respecto a ese modo de trabajar de José María Jimeno Jurío, su carácter afable y humilde, capaz de abrirle muchas puertas…
Son, en efecto, dos de los rasgos que caracterizaban su personalidad y que, en efecto, le abrían muchas puertas. Quizás por eso mi aita conectaba con todo el mundo desde el primer momento. Provenía de una familia de agricultores de Artajona, profundamente tradicionalista, y conocía muy bien la idiosincrasia de la Navarra rural, que era la suya. Igual le daba hablar con un pastor, con un cura viejo que con la persona más insigne. De todos aprendía y con todos conectaba bien, con cada cual en su registro, pero siempre desde ese carácter afable y humilde.
Jimeno Jurío, además, abarcó muchos campos (toponimia, folklore, memoria histórica, euskera…), y se convirtió en un referente en muchos de ellos, todo ello sin tener títulos universitarios (se le vetó, por ejemplo, el acceso a la Universidad de Navarra)…
Mi padre estudió Magisterio y fue maestro de primera enseñanza. Luego fue al Seminario y durante los años en los que estuvo de sacerdote, compaginó su labor pastoral con la docencia, ya fuera en el Puy de Estella, en el Instituto Laboral de Alsasua, donde fue jefe de estudios… en aquella época se matriculó en primero de Historia de la Universidad de Navarra y sacó, con buenas notas, varias de las asignaturas en las que se matriculó. Luego se hizo cura rojo, se secularizó, e intentó retomar sus estudios en ese centro, cuando ya había publicado varios libros y decenas de artículos. Entonces le pusieron el veto, so pretexto de que no tenía perfil de historiador. Aquello fue un escándalo que tuvo su reflejo en la prensa. Mi padre se quedó con la pena de no haber podido tener la carrera, pero, francamente, yo solo puedo decir que he aprendido más Historia de mi aita que en la propia carrera de Historia.
En el campo de la memoria histórica José María Jimeno Jurío abrió el camino en Navarra, aunque tuvo que enfrentarse también a muchas dificultades, amenazas… ¿Qué le debemos en ese apartado?
En lo que hoy denominamos memoria histórica mi aita fue el auténtico pionero, ya no solo en Euskal Herria, sino en todo el Estado. Comenzó con sus investigaciones en 1974, todavía en el franquismo, y desde luego en la clandestinidad más absoluta. Su objetivo en aquel momento fue realizar un listado identificando a los fusilados navarros a raíz del golpe de 1936, que fue completando con trabajos de mayor calado. Con los años fue rellenando miles de fichas, que convergieron finalmente en el proyecto de Altaffaylla. Actualmente esas fichas se han digitalizado por el Fondo documental UPNA-Parlamento de Navarra, y en los dos últimos años han servido como apoyatura documental para la exhumación, al menos, de una docena de cuerpos.
Y en lo que se refiere al euskara, debía de ser una imagen impagable verlo a él, a Pablo Antoñana y a Jorge Cortés Izal recibiendo clases, ya mayores, de Asisko Urmeneta.
Aquellas clases de euskara eran increíbles. Y doy fe que, aunque Asisko lucía en aquel entonces ligera cresta y se evadían hablando de todo lo divino –para criticarlo, claro– y de todo lo humano, había un hueco para el euskara. En varias ocasiones me veía ayudando a mi padre con las etxerako-lanak del nor-nori-nork y demás con las que venía a casa. Aquel cuarteto de maestro y discípulos fueron, incluso, a un programa navideño de la ETB, a cantar con Oskorri. Nos organizaron un microbús y allá fuimos todas las familias. Fue una experiencia inolvidable.
Esta Medalla de Oro es importante, pero sin duda el mejor homenaje para su padre supongo que es la edición de sus «Obras Completas» (que además usted mismo dirige) y que lo será ahora y siempre leerlo…
Siempre digo que el mayor homenaje que se le ha tributado a mi padre ha sido este proyecto, del que ya hemos sacado 50 volúmenes y acabarán siendo alrededor de 65. Supone la reedición de todas sus publicaciones, pero también la publicación de infinidad de trabajos que dejó sin publicar, algunos tan importantes como la monografía de la represión del 36 en Sartaguda, el pueblo de las viudas. Ha sido un proyecto titánico, que ha podido ser una realidad gracias a la editorial Pamiela, que ha contado con la colaboración de Udalbide y Euskara Kultur Elkargoa.

 

Publicado originalmente en GARA

 

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