IDENTIDAD NACIONAL

 

HERDER1La burguesía del siglo XIX presentaría la lengua como signo identitario de la Nación, a partir de la cual deseaba construir un Estado frente a las monarquías absolutistas. Los escritos de Herder (1743-1803) y otros teóricos afines se utilizarían como base doctrinal de este movimiento. Cada Nación tenía su espíritu propio, el llamado Espíritu del Pueblo. El filósofo alemán lo describía como fuerza creativa que habita en el inconsciente colectivo, manifestándose en la lengua, pero, no solo, también, en la poesía, en la historia, en las canciones populares y en el derecho. A pesar de ello, Herder nunca se declaró nacionalista, sino cosmopolita. Por su parte, la Ilustración sostendría que los hombres son iguales y que la lengua no era una esencia que los hiciera diferentes. Diderot dixit.



En la actualidad, la lengua es un factor empírico con el que se puede identificar a un grupo social, grande, mediano o pequeño. Pero dicha identificación no va más allá del dato que señala la observación: la existencia de un grupo. Porque, la sola influencia de la lengua no hace que la gente forme colectivos de modo uniforme y homogéneo. Herder observaría que en un territorio monolingüe no se mantenían idénticos intereses, incluso en campos afines como el del Derecho o en el de Nación. ¿La razón? Tal concepción no dependía únicamente de la lengua, ni esta era su única causa.

Asociar identidad nacional y lengua ni es desvarío, ni trasunto de derechas, ni de izquierdas, sino un lugar común. De tanto repetirlo, se ha convertido en estereotipo. Le ha sucedido como a las primeras metáforas inventadas. A estas alturas “el cuello de la botella” ha perdido su primer brillo y originalidad. Se utiliza de forma inconsciente sin reparar en que ninguna botella tiene cuello.

Es verdad que existieron estudiosos que dijeron que, por hablar una determinada lengua -“infinitamente más original, más interesante, rica y perfecta”-, también, pensaban de distinto modo y amaban a su patria de una manera diferente, gracias a que hablaban dicha lengua y no otra. Lamentablemente, nunca describieron en qué se tradujo este arte amatorio.

Es interesante constatar que por estos pagos, mientras la lengua no se enarboló como signo de identidad nacional, no generaría problemas entre quienes andaban metidos en la meritoria tarea de construir una Nación.  En este contexto, la lengua era condumio más espiritual que político.

CAMPION

Arturo Campión planteaba que, caso de que el euskera en Iruña lo hubiese hecho suyo la clase alta, se habría dado un avance tremendo en su normalización social. Y, si lo hubiera hecho la izquierda, mucho más, pero no fue así. La defensa del euskera recayó en la derecha más reaccionaria. Todo ello hizo que su uso público se circunscribiera a la iglesia, a la oración y al viacrucis. De ahí que el prolífico escritor navarro diese tanta importancia al euskera en el orden moral: “Si los sonidos de un idioma, como otros elementos fisiológicos, pueden servir de indicaciones del carácter moral de un pueblo, diré que, a mi juicio, los del euskera revelan perfectamente el temperamento de la gente baska”. Por eso, concluía: “cambiar de lengua es cambiar de alma”. El fascista Garcilaso, director de Diario de Navarra, opinaba como el rentista Campión. Y pocos periódicos como el papel golpista escribiría tantas loas al euskera, en la línea de lo que sostendría la Diputación Foral de Navarra en 1895: “cada pueblo tiene su idioma que expresa su conciencia colectiva.” Herder con un retraso de cien años.

ARANA

Mientras el euskera se mantuvo en los herrajes de este tipo de soflamas o, incluso se definiera como factor que imprimía carácter de nacionalidad pero sin que ningún grupo social se auto-determinara en esta dimensión política, no hubo problema. Esta visión idílica se hizo trizas cuando Sabino Arana erigió la lengua como elemento clave en la identidad nacional de un espacio político, denominado Euskadi. La Lengua, junto con el Territorio, la Religión, las Tradiciones y las Costumbres populares, serían los pivotes sobre los que se asentaría el mapa patriótico defendido por el político de Abando.

¿Que Arana politizó el euskera? Claro, pero más lo politizarían los gobernadores civiles, como Benito Francia, prohibiendo su enseñanza en las escuelas y, como él, aquellos infames maestros que implantaron la perversidad del anillo, y que Campión describiera críticamente en su novela Blancos y Negros.  BLANCOS-NEGROS

Nadie como Campión cantó las excelencias del euskera como elemento de nexo espiritual y regional con el resto de las provincias hermanas, dando lugar al Zazpiak bat. Arcadia feliz que se fue al garete en cuanto la lengua se utilizó como parte de la argamasa de esa nueva nacionalidad llamada Euskadi. Luego, vendría la manipulación maniquea del euskera convertida en lengua de los separatistas vascos cuando no de los terroristas. Que este cambalache lo perpetraran quienes habían sido sus grandes apologetas, revelaría el avieso uso que ciertos sujetos han hecho de la lengua, utilizándola como pretexto de intereses políticos concretos, cuyos coletazos aún contemplamos en nuestros días con los libros de texto.

En la actualidad, la consideración de la lengua como factor de identidad nacional pervive. Pero, quizás, llegó el momento de preguntarse si lo es de verdad o, tal vez, se trata de un estereotipo que convendría situarlo en coordenadas interpretativas más ajustadas con el funcionamiento de la lengua.

  He dicho que la lengua, más que valencia de identidad, lo es de identificación. Puede parecer lo mismo, pero no lo es.  La identificación sirve para constatar la existencia de un colectivo que habla una misma lengua, pero eso no significa que produzca una afinidad común que derive en identidad nacional.

Mantener la lengua como signo exclusivo y excluyente de identidad nacional no favorece la cohesión y coexistencia política y social. La lengua, utilizada bajo esa perspectiva, no concita el aplauso unánime. Hecho que va en detrimento de la propia lengua, a la que se le atribuyen efectos místicos y transcendentes que no se ven por ningún lado.

Si la lengua perdiese la consideración exclusiva y excluyente de ser factor de nacionalidad, ¿se normalizaría su uso? No lo sé. Sí sé que apelar a la lengua como factor dominante en la construcción de una identidad nacional, resulta cuando menos complicado en una situación diglósica. Enarbolarla como elemento único diferenciador, más que solución ha devenido, no en problema -la lengua no debería serlo nunca y no es culpable de nada-, pero, sí, en una situación que genera muchas suspicacias. Y manipulaciones groseras por parte del poder que la ordeña con fines espurios.

 Sería higiénico preguntarse qué es, además de la lengua que hablamos, lo que nos define como vascos. Y responder sin caer en dramatismos ni esencialismos. Menos aún en misticismos.

 

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