Víctor Moreno. El mono que se comió los dedos

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Muchos de los conocimientos biológicos que posee la civilización están manchados de sangre. Unos provienen de un crimen, otros de una tortura, casi todos del dolor o del sufrimiento causados a un segundo, a un tercero o a un millar. Detrás de respetables descubrimientos científicos se esconde más de un tragedia, realizada con premeditación y alevosía por parte de quien manejaba el bisturí. El mundo, todas las culturas, tienen a estos premios nobeles por honorables meninges, cuya rectitud moral y ética están fuera de todo síntoma sospechoso. ¡Pero si el mono hablase…!

Se podría afirmar, sin ningún atisbo de exageración, que todo conocimiento físico, actualmente en poder del hombre, sangra. Todo  lo que sabemos sobre el propio cuerpo se lo debemos a la sangre derramada de otras personas. Antiguamente eran las guerras las que proporcionaban a la ciencia materia humana más que suficiente para investigar el cuerpo y sus complejidades.

Alguien podría pensar que con la anterior afirmación estoy pidiendo -como quería Hegel para sacudir la modorra moral- que cada diez años se declarase una guerra y de esta manera aprovechar los despojos humanos resultantes para investigar el porqué del sida, del cáncer o de otra peste congénita. Aunque este mecanismo sigue siendo práctica común en casi todos los países civilizados, tecnológicamente avanzados (bombas atómicas y centrales nucleares), no muestro ninguna solidaridad con semejante estupidez criminal.

Las mejores escuelas de anatomía y de fisiología, que se ha autoproporcionado el ser humano, han sido, ciertamente, las guerras. Pero no las únicas. El otro sistema, mucho más perverso que la misma guerra, lo han constituido las cárceles. Como los presos eran considerados como el último eslabón de la cadena de la evolución, con menos categoría que un macaco, servirán, mucho mejor que los animales, para la investigación quirúrgica y biológica. Los presos y encarcelados han sido, históricamente, carne de primera para las investigaciones médicas. Fallopio llegó a descubrir las trompas, que llevan su nombre hurgando en los cuerpos vivos de unas pobres mujeres condenadas a muerte, por infanticidas. Ni qué decir tiene que tales mujeres no pasaron por el cadalso. Fallopio las asesinó impunemente por amor a la ciencia. Esto ocurría en el siglo XVI. Pero, en pleno siglo XX, en 1906, periódicos honorables con su consejo de administración defendían la idea de abrir en canal los cerebros de los asesinos para estudiar su neocórtex y averiguar así el porqué de sus desatinos.

Hoy día los laboratorios científicos no están poblados por personas (aunque mucho habría que escribir de los hospitales al respecto), sino por animales, que han venido a ocupar ese espacio privilegiado de la tortura conducente al conocimiento, antes reservado al cerebro y esófago humanos.

No me encuentro entre las personas que puedan considerarse amante de los animales. Lisa y llanamente: no me gustan. No padezco de la superstición de la zoolatría. Tampoco considero que los criterios éticos de comportamiento que debemos mantener las personas con nuestros semejantes deban de ser los mismos para con los animales. Ni pienso que la calidad de vida de la persona sea comparable a los signos de calidad de vida deseables para los animales. Sobre todo, cuando me descubro comedor de alimentos procedentes de animales muertos. Sobre todo cuando acepto que se fumiguen miles de bichos, de orugas y de microbios con tal de preservar la salud de las personas, aunque… En fin… que no considero a los animales como hermanos nuestros, ni como los mejores amigos, tíos o primos… El mejor amigo del perro es la perra.

Sin embargo, me conmueve interiormente la mecánica y sistemática utilización de los animales en los laboratorios, de cuyas manipulaciones genéticas, eso se dice, llevarán al hombre a un conocimiento más perfecto de la biología y genomas parecidos. Sentí cierto pavor al leer una noticia que hablaba de un mono en cautividad, al que le cortaron los nervios del brazo derecho. Posteriormente se le suprimió la dieta y, a los pocos días, el simio en cuestión  se comió los dedos. Más tarde, como no sentía el brazo, se lo comió para saciar su hambre.

Sinceramente yo no sé qué cromosonada se investigaba con esta carnicería, pero, aquello me pareció lamentable. Lamentable para el mono y lamentable como espectáculo de la violencia que el ser racional puede infligir al irracional. ¿Es ético este comportamiento por parte de los científicos? ¿Es ético el avance tecnológico a cambio de dejar a una multitud de simios incapacitados para ser simios?

Después, una mujer reclamaba para sí el usufructo de la ciencia de escoger el sexo de su propio hijo. Hasta ese momento los hombres de ciencia se habían llenado de lógica satisfacción ¿culpable?, por semejante hallazgo, logrado, muy posiblemente, después de haber dejado los ovarios y la matriz de mil monas en estado de demérito total. Paradójicamente, aquellos médicos, que habían investigado sobre genética con métodos «honorables» antes de esclarecer la ética de los mismos, invocaban a doña Moralidad para negarse a aplicar su descubrimiento para dar felicidad a una mujer. Aquellos médicos, después de haber dado tute y matute al glandulario hormonal de mil monas, proclamaron que no era ética una acción terapéutica para la madre la elección del sexo de los hijos. Quizás, como señalaba L. Sterne, cuando los médicos hablan de ética o de conciencia, hay que pensar que están hablando del estómago.

Como he dicho anteriormente, pienso que los animales y las personas ni tenemos los mismos derechos, ni las mismas obligaciones. Y que una cosa es reconocer derechos y otra concederlos.

Hablar de derechos de los animales puede ser tan clarificador como hablar de la espatulomancia. Lo que no me impide pensar en lo que dijo el poeta Ezra Pound sobre los perros, extensible, supongo, a los monos:

Cuando observo los raros hábitos de los perros
forzosamente llego a la conclusión
de que el hombre resulta superior al animal.
Cuando observo los raros hábitos de los hombres
confieso, amigo mío, mi perplejidad.

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