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Presentación de La cuerda rota

Pablo Antoñana

Perdida ya casi la memoria, resucito, exhumo de la mano […] de Pamiela este hijo primerizo, (1962) que ya casi tenía olvidado. Lo engendré con ilusión, rabia y cariño pero no tuvo suerte. Sí pasó la prueba de fuego del concurso literario prestigioso, el “Nadal”, quedando el Segundo, pero nada más. Quizá la culpa la tuvo el entresijo de la novela: el paso clandestino de los portugueses. La novela social, el realismo social, el compromiso con la realidad es lo que nos apremiaba. Sentíamos hastío, nos quemaba una fiebre, éramos fruto de aquel tiempo ignominioso. Algo así como generación perdida, pero no con los mismos presupuestos que la norteamericana del “París era una fiesta”, sino algo peor. Encarcelados en la prohibición, la realidad inventada, los dogmas políticos o religiosos, la norma, la directriz, el camino encajonado, y poco más. Estábamos sitiados. Leíamos a escondidas, y si  había suerte, respirábamos por los libros importados clandestinamente lo que se publicaba en Francia, siempre Francia. Bien queríamos recoger en la novela aquello que nos preocupaba. Y a la vez sentirnos ferozmente agresivos con lo que nos agredía: aquel sistema acogotador.

Entonces escogí percutido por el momento. Lo más cercano que tenía a mano era el paso de los portugueses. Yo oía las historias contadas, las leía y vivía. Fue un trance que convenía un poco a lo que entonces se hacía. Hoy, despojado de actualidad parece que pierde sustancia lo contado, y la patética peripecia de unos hombres acosados por la desgracia y el destino, pueden tener mermado su interés. No estoy seguro de que esta novela pueda ser integrada en globo en lo que se llamó “realismo social”, aunque no niego sus concomitancias, y poco tiene que ver aunque algo quizá si con la “generación de la berza”. Estos fueron gentes que conocí y traté en viajes esporádicos a Madrid en la cafetería Pelayo, y ellos si están incluidos en las antologías de lo escrito en esa época, yo no. Bueno,  yo soy excepción en todo lo que no sea olvido. Me unía a ellos, por cercanía,  por repugnancia al acoso del alrededor, la protesta, el compromiso con la realidad, la reivindicación de la dignidad humana maltratada en esos días. Bueno, hoy diría que en todos, también en éstos. Oía historias de boca a boca pues los periódicos eran la voz de su amo, aunque quizá no ha cambiado nada o bien poco, bien o vi a la guardicivil caminera, todavía a caballo como la vio Sancha en sus dibujos iluminados del Blanco y Negro de la Primera Dictadura y la Segunda República, rebuscando en el calabozo (se le llamaba cárcel) municipal, en el sótano de la casa-secretaría de Sansol donde yo viví. No, en mi casa, en aquella cárcel decimonónica donde guardaban a mendigos, gitanos, gente de paso indocumentada no encontraron a los portugueses que un taxista de Burgos, o de Valladolid, la memoria se desmorona, llevaba hacia Bera de Bidasoa. Supe de ellos por el papel, la prensa, el itinerario seguido y el destino que sobre si lleva el fugitivo: los atraparon. De verdad que lo sentí, pues yo estoy siempre del lado de los que pierden. Después visité la frontera, Yanci, y tuve conversaciones con un contrabandista dedicado al paso, llamado Martín creo, y vuelvo a pedir permiso a mi memoria maltratada por el tiempo, euskaldun, algo bersolari, el cual me llenó el macuto de anécdotas que guardo como oro en paño. No se si Martín vive, seguro que ya es tierra otra vez, pero no obstante en este momento lo recuerdo, con sus gafas de culo de vaso, su cuerpo menudo, nervioso, urudi, relatándome o escribiendo los versos que aparecen en este libro.

Llegó a mi también un manojo de cartas de portugueses escritas a sus familiares en el hermanos Portugal de mis viajes, e ítem más, un cabo primera de la guardia civil que me fue presentado mientras comía su pitanza a mediodía en el bar Bilbao, el punto más alto de la ciudad de Pamplona, me llevó a un almacén, vaquería, cuadra, posada, yo que sé, por las cercanías del campo de fútbol de San Juan y que hoy me sería imposible identificar en el desbarajuste laberíntico de casas y callecitas de ese espacio urbano. Se llamaba Toki zarra y casi a oscuras ví las mesas corridas, los asientos, bancos también corridos, donde los comensales nocturnos, celebraban sus encuentros, y donde, se me dijo, fue el cabo primero casi confidente, habían pernoctado los portugueses de mi historia. Hay mucho inventado, no hay exageración, quizá mucha anécdota verificada, nunca inventada. Yo no sé si este libro pudiera ser hoy actual. Tampoco si algo  tiene que ver con la literatura que hoy se hace, ni tampoco con la que hago en el día de hoy, de eso estoy seguro, pero lo que sí sé es que no salió en su tiempo oportuno y las rezones las ignoro. El libro lo presenté al premio Nadal y me dio la sorpresa de quedar segundo después de Payno, el ganador con El Curso. Mis compañeros de ediciones anteriores, también segundos, López Salinas, Nino Quevedo, Antonio Ferrer, que tuvieron mejor suerte pues Destino publicó sus novelas, me animaban diciendo que siempre en el Nadal los segundos eran mejores que los primeros. Bueno, eso suponía consolación, pero no era suficiente.

Fui a ver al señor Verges, director de la Editorial Destino, y tentar la posibilidad de publicación pero me dijo que no lo creía oportuno pues el argumento era delicado y había que evitar complicaciones con la censura, la franquista aquel entonces. Payno, premio Nadal, no volvió a escribir más, y remedando al humorista argentino de entonces, El Zorro, de Payno “nunca más se supo”. Yo sin embargo insistí, la escritura era una fiebre que no se apagaba, por ella padecí soledad, insistí, sufrí destierro en mi propia tierra, insistí, resistí,   me colgaron sambenitos de santa inquisición que me etiquetaban, me etiquetan, ignoro con que intención, pero solitario y obseso seguí por los caminos amargos de la escritura, desnudándome día a día, dando razón a quienes saben de mí más que yo mismo, y ya es saber, pero en esta tierra hostil, injusta e intolerante, las cosas son así. A ella pertenezco, en ella estoy hincado como una estaca, y en este mismo instante me someto al suplicio de esos artilugios demoníacos que traéis al hombro o en la carpetilla de los trebejos para explorar a tientas mi condición de hombre. Estoy dispuesto como reo en juicio contradictorio a contestar vuestras preguntas y desnudarme con impudicia de quien nada desea, nada ambiciona luego es libre, en palabras de Katzanzakis, por mi repetidas muchas veces y que hago mías. si fuese orador o político, por tanto hijo de lo fingido terminaría con HE DICHO.

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