(Entrevista a Víctor Moreno)
La actividad de la Iglesia vaticana es un pozo insaciable de afirmaciones irracionales sobre cuestiones que tratan de imponer en el espacio público, y no en la red de púlpitos que destinan a su feligresía. Como el absurdo se repite cíclicamente recuperamos una entrevista que el periódico Gara le hizo a Víctor Moreno con motivo de la publicación de su libro El soborno del cielo.
El soborno del cielo es un alegato a favor de la normalización
democrática del ateísmo en la sociedad actual. ¿Qué ocurre, que no está
normalizado?
Para nada. El ateísmo, cuando se toma en consideración, es para denigrarlo o para ventilar su filosofía con una frase: el que niega a Dios. Y si el referente es el ateo, entonces se le llama de todo: persona que ha perdido lo mejor de sí mismo; gente que vive abonada a la cultura de la muerte; sujeto que no tiene ninguna ética ni ninguna moral. En definitiva, gente depravada y sin principios. El discurso de la conferencia episcopal, en este sentido, pertenece a la época más radical de la Inquisición. La Iglesia sigue sin entender que tanto el ateísmo como la fe son dos instancias donadoras de sentido de la vida. Ni mejores ni peores. Distintas. Pero, incluso, muchos creyentes, incluidos los militantes de la teología de la liberación, siguen considerando a los ateos como unos pobres diablos, dignos de toda compasión.
Criticas seriamente a la jerarquía de la iglesia católica. ¿Quieres
con ello hacer una distinción con la corriente, también parte de esa
iglesia, que forman los cristianos de base?
Lo peor que le ha podido suceder a la religión es convertirse en una empresa de explotación comercial de las creencias individuales y colectivas. En este sentido, la Iglesia jerárquica y todo su ejército de funcionarios de la religión son gente peligrosa para la convivencia democrática. Lo cual no quiere decir que la religión, vivida a nivel individual, no entrañe también sus peligros. Creo que el consumo de religión en cualquier modalidad es un potencial enemigo de la autonomía humana y, por tanto, de la convivencia civil. En realidad, tanto los teólogos más radicales como los del Opus Dei, como los cristianos de base, participan del mismo principio, para mí detestable, a saber: el fundamento último de la vida está fuera de la propia sociedad. El teólogo radical Hans Küng sostendrá que sin el sentido absoluto de Dios la moral se convierte en cuestión de gusto y de capricho, y la política en un negocio, y que la justicia no puede ser perfecta sin este Dios y sin esta justicia y bondad concretas, llevada a cabo en instituciones. Ante ello, me pregunto: ¿qué diferencia hay entre Küng y lo que el reaccionario obispo de Tudela Sebastián sostiene cuando afirma que la democracia sólo puede sostenerse en una moral cristiana?
Dices que la escuela no debe impartir la religión. Hoy todavía existe
una lucha importante en ese sentido, debido a la fuerza mediática e
ideológica de la iglesia católica. ¿Como se puede hacer frente a esa
situación?
La Constitución no exige ni la enseñanza de la religión en las escuelas ni la autorización de escuelas religiosas. El artículo 27 dice exactamente: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
Pero formación no es lo mismo que escolarización, ni que enseñanza. La escuela debe formar ciudadanos conscientes de sus derechos y de sus deberes, no conversos forzados (la Jerarquía Episcopal, y el propio Gobierno, debería aprender de su historia).
La obligación del Estado en materia de enseñanza religiosa no es constitucional, ni democrática. Deriva del Concordato de 1953, y funciona como en tiempos de Franco. Sigue siendo, ni más ni menos, que un tributo de guerra pagado a la Iglesia por los servicios prestados durante la Guerra Civil de 1936. Los supuestos derechos de la Iglesia derivan de un renovado Concordato, firmado por el Gobierno y la Iglesia. Lo firmaron, primero, el 28 de julio de 1976, y, segundo, el 3 de enero de 1979. Por tanto, la solución está muy clara: cortar de raíz la dependencia con dicho Concordato, el cual, para un supuesto gobierno de izquierdas, es un baldón ignominioso.
El libro apela al humor. ¿Por qué?
Porque la religión, como muchas ideologías autoritarias, ha sido una cruzada contra el humor. La risa, el sarcasmo y la ironía es lo que más teme la autoridad: que la gente se ría de ella. Hasta hace cuatro días, reírse de lo tenido como sagrado era delito y se castigaba económicamente y con la cárcel. Y hoy mismo, se ha llevado a juicio a personas que han ridiculizado aspectos de la religión. La Jerarquía se cabrea cuando esto sucede, pero ella tiene bula para llamar a los homosexuales y a los ateos con todo tipo de exabruptos evangélicos. Es muy lógico que la Iglesia tema al humor, porque, mediante su uso, el principio de autoridad se hace añicos. El humor no se toma en serio a nadie, ni a Dios siquiera. Y eso que Dios, caso de existir, sería el primero en declararse ateo y nada religioso.
Dices que la religión ha intentado capar a todo el mundo el
intelecto y la sexualidad. Y de hecho lo sigue haciendo.
A la Iglesia lo que más miedo le ha dado del ser humano, además del propio ser humano, ha sido el sexo y el libre pensamiento. ¿Por qué? Conocimiento y sexualidad son las dos fuentes indomeñables de la emancipación humana. La iglesia, como poder hegemónico sobre almas y cuerpos, ha sido la más feroz enemiga de ambas fuentes de emancipación. Ignorancia y castidad son para ella los factores más potentes de las disciplinas sociales del orden establecido. El saber puede, hasta cierto punto, instrumentalizarse, domeñarse, tergiversarse. Pero el sexo, en cambio, tiende impetuosamente a romper los diques del consenso hegemónico que sostiene las estructuras de opresión.
La iglesia y sus mediadores, los curas, desde un principio se inventan una ortodoxia y una heterodoxia. Ello, los convierte en verdaderos peligros de la Historia, ya que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso, político, sexual o social. Distinguen entre el fiel y el hereje, el creyente y el apóstata. La consecuencia más negativa y más perversa que el cristianismo ha inoculado en el ser humano ha consistido en hacer de la sexualidad un problema, en convertir el sexo en una obsesión problemática. La sexualidad, para la Iglesia, ha sido siempre un problema, nunca un placer. Al menos de pico y de catecismo, pues en la práctica ya sabemos que para los papas y los curas ha sido un placer nada problemático.
¿Cómo ves los últimos acontecimientos, en los que la jerarquía
eclesiástica se pliega a la primera línea en contra de los matrimonios
entre personas homosexuales, y a favor de la “familia tradicional”?
La Iglesia, desde luego, está en horas bajas. No solamente su feligresía, que es espiritualmente de una mediocridad absoluta, sino que la propia Jerarquía no sabe ya dónde agarrarse para defender sus privilegios. Sus delirantes ataques contra la homosexualidad no son nuevos, lo mismo su defensa rancia de la familia. Sin embargo, salir a la calle, rebajarse a luchar contra el César revela hasta qué punto no quiere reconocer su fracaso histórico actual. La Iglesia debe admitir de una vez por todas, no sólo su divorcio del Estado, sino, también, la separación entre religión y ética, entre Código Civil y Moral. Mientras esto no ocurra, la Iglesia hará lo de siempre: oponerse a todo tipo de progreso, sea científico, político y social. Para la Iglesia desde el principio siempre fue tarde.
En Navarra es quizás más visible que en otros lugares la fuerza de
la iglesia católica, o ¿eso también son prejuicios del pasado?
Es difícil determinar la influencia de la Iglesia católica en el comportamiento de la sociedad. Particularmente, tengo la impresión de que, aquí, por el hecho de tener a un arzobispo tan beligerante como Sebastián, los pasos hacia la indiferencia religiosa se han agigantado. Sebastián, aunque para muchos sea un bocazas integral como teólogo, sin embargo, ha sido un regalo para el desarrollo de la autonomía ética de los ciudadanos. Cada vez que Sebastián publica un artículo en la prensa local, hay un aumento entre cinco y diez agnósticos en la provincia. La imagen de un arzobispo intransigente y reaccionario es lo mejor que le puede suceder a una sociedad que aspira a regirse únicamente por el Código Civil y la Constitución. Por eso, suelo decir que ojalá el Opus Dei hiciera lo mismo que el obispo: en diez años acabaría descomponiéndose.
¿Hacer un libro sobre este tema no ayuda a seguir dando protagonismo
a una institución que es minoritaria y cada vez más minoritaria? ¿No
sería mejor pasar de ellos?
No. Al contrario. A la Iglesia jerárquica no hay que dejarle pasar ni una. Además, no se trata de una institución minoritaria. Su fuerza simbólica es todavía muy fuerte. Como empresa ideológica que es hay que combatirla un día sí y otro también. Combatirla y reducirla a lo que es: una empresa como otra cualquiera que comercia con la buena voluntad y la buena fe de mucha gente. Para mí, creer o no creer es inocuo. Creer o no creer en Dios no te hace ni mejor ni peor persona. Pero cuando una institución asegura dogmáticamente que si no crees en Dios no puedes ser buena persona ni demócrata, entonces entiendo que estamos ante una institución peligrosa, muy peligrosa. Y que no se puede bajar la guardia ante ella.
¿Cómo seguiste el nombramiento del nuevo Papa?, ¿No ha demostrado
la iglesia católica que es una empresa con una sección de marketing
excelente?
Sí. Pero es que a la Iglesia le quitas su liturgia, sus vestidos, sus cirios y demás cortefieles ambulantes, y se queda en bolas. Ahí mismo tienes la demostración de que le interesa muchísimo más el boato, lo exterior, la superficialidad que la verdadera esencia de las cosas. Estoy convencido de que más de un creyente, a la vista de semejantes celebraciones, propias de cortes imperiales del pasado, se habrá dado de baja en el club. Hasta Dios mismo habrá pedido a Ratzinger que le dé de baja en él.