Víctor Moreno. Politiquerias

politiquerias1.- Afirma la publicidad institucional que Hacienda somos todos los contribuyentes. Yo, hasta me lo creo. Por eso, me gustaría participar cada cuatro años en un referéndum democrático para determinar en qué quiero que se inviertan los presupuestos generales del Estado. Mientras esta petición de principio no llegue a plasmarse como práctica habitual en el sistema, me seguiré negando a participar en la reconstrucción de dicho edificio. Pues este detalle constituye el más seguro basamento o arquitrabe de que dicha construcción se hará dignamente. Si se prescinde de él, todo se vendrá abajo.

2.- Consciente de la importancia que tienen los partidos políticos en la sociedad actual, su financiación económica correrá de manera exclusiva y excluyente a cargo del bolsillo de sus militantes. Tantos militantes, tantas cuotas, tantos euros. Es imposible que así las cuentas no casen bien. Y, si no lo hacen, peor para ellos, pero no para nosotros, que, al fin y al cabo, nada tendremos que ver en dicho desbarajuste económico. Por tanto, un no rotundo, categórico y kantiano a la financiación de los partidos a costa del erario. Como dice el bolero popular, “el partido para quien se lo trabaja”.

3.- Si la política es un servicio desinteresado a la sociedad, como así no cesan de proclamarlo quienes llevan más de varios lustros en ella, admitamos la conclusión bienaventurada que de tal formulación concesiva se deriva: ningún político cobrará por serlo. Su trabajo será remunerado como la de cualquier funcionario al servicio público del Estado. Si piensa que va a ganar menos de político que de abogado o catedrático, que se quede en su bufete o en la cátedra. Nadie lo echará de menos.

Ni qué decir tiene que las listas de estos candidatos serán abiertas y transparentes. Todo el mundo tendrá así la posibilidad de evitarse el engorro de votar a quien, sencillamente, conoce tan bien como a sí mismo.

4.- No a los fondos reservados, ni secretos, ni semi-ocultos del Estado. Todo lo que se oculta induce al ciudadano a pensar mal. Y ya estamos hartos de sospechar acerca de la catadura inmoral del Gobierno. Mientras este siga ocultando fondos reservados, argumentando con la demagógica capa de la falsa seguridad del mismo, los ciudadanos seguiremos cortándole el sayo de la desconfianza y de la sospecha. Y con razón. El dinero es de los contribuyentes, no del Estado. Todo el mundo quiere saber, tiene derecho a saber qué se hace con su dinero. ¿Tiene, en manos del Estado, ética el dinero o, por el contrario, practica, como el gran cínico Nicolás Maquiavelo aconsejaba, el método infamante de que el fin justifica los maravedís de los contribuyentes?

5.- Los partidos políticos deberán crear aquellas condiciones óptimas para que su presencia en la sociedad sea cada vez menos necesaria. Pues si algo produce la mediación de los partidos políticos es que los ciudadanos aborrezcan cada vez más la política y se muestren menos interesados en las cuestiones relativas a su ciudad, a su entorno, a su comunidad más inmediata. Cuanta más democracia representativa, menos democracia presentativa. Si los partidos políticos no conducen a la emancipación del ciudadano de todo tipo de coerción ideológica mediadora, es que son intrínsecamente perversos.

6.- Las campañas electorales actuales son de una desvergüenza que hiela las venas del cerebro. Además de constituir un negocio para ciertas empresas y banqueros, son un escandaloso despilfarro que pagamos todos los contribuyentes. Si, al menos, los ciudadanos aprendiéramos algo de provecho para nuestras vidas… no sé, algo de dialéctica verbal, de la técnica del insulto, del esquema argumentativo… pero es que hasta las formas han dejado de ser contenidos de referencia ideológica. Casi todos los políticos se han vuelto clónicos de la misma insensatez discursiva. Y, para colmo, se permiten regalarnos gratis un día de reflexión. ¿Para qué queremos un día entero para darle al zacuto de pensar si ni siquiera nos brindan un miserable pensamiento en que hacerlo?

7.- Como quiera que no deseo que nadie se convierta en esclavo del Estado para que los demás seamos libres, sería muy conveniente que el presidente del Gobierno, además de ser elegido directamente por el electorado, ocupase el cargo durante un período de cuatro años. Se trata del suficiente tiempo para desgastarse y echar a perder a su familia, y por supuesto, para dar lo mejor de sí mismo como estadista. Idéntica duración sería la de los ministros que arropasen su figura. Nos evitaríamos así, entre otras pestes, la tentación de convertir la presidencia del Gobierno en una modalidad de totalitarismo cesarista.

Un presidente de Gobierno que mostrase deseos incorregibles de continuar en el cargo evidenciaría un amor por el Estado digno de elogio, pero, también, un amor mucho mayor por sí mismo. Y la vanidad, cuando es consciente y se cultiva, es fatuidad. Y eso no podemos permitirlo. Con Aznar hemos quedado exhaustos.

 

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