Víctor Moreno. Juguetes de guerra

soldaditoTenemos mucha suerte por tener a nuestro alrededor a personas que vigilan por nuestro bien y por el de nuestros hijos. En realidad, ¿existe alguna parcela de la realidad en la que no dispongamos de ángeles custodios de nuestra vida y de los seres que más queremos?

Pues, no. Pero, en esta ocasión, no me refiero ni a los curas, ni a los obispos, ni al escritor Juan Manuel de Prada que, un día de estos, se nos mete cartujo en cualquier convento de la geografía española. Sé que nadie como ellos son tan expertos en dar la pelmada teológica venga o no a cuento. Reconozco que lo hacen por nuestro bien transcendental. Y, quién sabe si algún día se lo tendremos que agradecer, como me decía a mí un amigo laico tan creyente como yo ateo. Pero es que, a veces, aparecen laicos que son tan pesaos en sus divagaciones metafísico-fatalistas que no se sabe uno quiénes son peor en esto de producir aburrimiento a su alrededor, si Rouco y sus hermanos, o ciertos laicos aspirantes a regir una parroquia.

En Navidad, tan cansinos como los cristianos militantes, suelen ser los pacifistas. No hay año que por estas fechas no chamullen una perorata que más o menos desarrolla la siguiente letanía: «Si queremos un mundo que reconozca a cada persona la capacidad de elegir cómo quiere ser, con independencia de su sexo; si queremos un, mundo que fomente la creatividad y una postura crítica ante las cosas; si queremos un mundo que prepare a niños y a niñas a hacer frente a los conflictos de  forma constructiva y solidaria, no compres juguetes bélicos ni sexistas”.

Si este planteamiento fuera cierto o tuviera ciertos visos de verosimilitud, estaríamos ante la explicación más contundente de por qué las cosas de este mundo están como están. ¿La culpa? No habría que darle más vueltas a la crisis y a los mercados. Estaría en los juguetes bélicos y sexistas. Ellos son culpables, sí, ya lo sé, sólo en parte, de la violencia en todas sus manifestaciones: empresarial, capitalista, bélica y doméstica.

Y es que el origen, de la falta de creatividad, de capacidad crítica; de respuesta constructiva y solidaria contra el mal del mundo, machista y violento, radicaría en que nos hemos pasado la infancia, los niños jugando a matar indios por un tubo y las niñas acunando peponas o cambiándoles las bragas. De tal modo que, si el idiota moral de Truman mandó tirar las bombas atómicas aquellas, fue porque ya desde niño se dedicaba a hacer lo propio con aviones de plástico. Incluso la teoría de Savater, que, en tiempos explicaba el origen del terrorismo mediante el albur del sistema educativo vasco, se iría al garete: Existe terrorismo, no porque los futuros terroristas sufrieran el acoso curricular de sus maestros; sino por pasarse el día  jugando con bombas, pistolas y goma dos en el caserío y en el batzoki. ¿Qué pensabas, pues, eh?.

Confieso que este tipo de representación del oscuro y complejo juego de las influencias en la vida me resulta; además de ridículo, impropio de una mentalidad cultivada y progresista, al menos en el sentido que lo considero: si hay algo incompatible con un pensamiento dialéctico y creativo, es el determinismo y el fatalismo.

Nadie está determinado fatalmente por nada en esta vida. Ni Rajoy, que ya es decir. Y menos lo estará por los juegos y juguetes que adornaron la infancia de una persona. Una vida se forma y conforma a lo largo de toda la existencia y todo influye en todo. Sugerir que una persona es violenta, o roma en materia creativa o crítica, por causa de haber jugado a matar japoneses en la infancia no es juicioso, indica que su inteligencia en este instante se encuentra en el ERE.

Es un tópico considerar los juguetes como nexos de unión entre el desarrollo del niño y su entorno social y cultural en que vive. Cierto. Pero los juguetes no son sólo un medio de socialización. También son escenario donde el niño puede expresar su mundo interior, sus deseos, sus miedos, sus fantasías, sus violencias. Mediante ellos plasma situaciones conflictivas, sentimientos dolorosos, deseos de ser autónomo e independiente. Por ejemplo, jugando a soldados e indios, con pistolas incluidas, podrá expresar y liberar sentimientos violentos y ejercer un dominio total o parcial sobre sus personajes simbólicos sin que las consecuencias sean tan nefastas como en la vida real o como las sugeridas por ciertos planteamientos fatalistas como catastrofistas.

El juguete -sea bélico o no, constituye un medio sin igual para qué el niño exteriorice y, aprenda a controlar su turbulento o pacífico mundo interior. Pero de ahí a deducir toda una fenomenología fatalista del comportamiento futuro del niño adulto va un bisiesto luz.

Es un error paternalista elegir un juguete pensando únicamente en su aspecto ideológico, moral, educativo, sexista y cosmopolita. En realidad, el riesgo verdadero y terrible de todo juguete es que el niño se aburra con él. En muchos casos, una metralleta puede ser más eficaz como soporte lúdico que un puzzle o un juego de los llamados educativos o creativos.

Considerar que, por el hecho de comprar juguetes bélicos o sexistas y jugar con ellos, la persona que lo haga se volverá el día de mañana un tarado, un violador o un asesino es demasiado decir. En este sentido, me pregunto a qué habrán jugado en su infancia los curas pederastas que en el mundo están siendo y serán.

La vida de cualquier persona no se agota en ninguno de sus actos, ni su configuración mental o de carácter se determina totalmente en ninguna etapa de su vida. Todas las etapas de la vida son importantes y todas ellas están teñidas de ambivalencia y de promiscuidad social, es decir, de cierta difuminación de límites morales. Y para contrarrestarlos ya están los otros. Y el Código Penal, por supuesto.

Cuando regalarnos juguetes bélicos en modo alguno adjuntamos un manual de Clausewitz con ideas militaristas del ejército más rancio del mundo. Ni regalamos con ellos ideas de cómo es el mundo, porque ni nosotros mismos sabemos cómo es.

Que deseemos y defendamos ardientemente una vida tranquila, sin violencias ni agresiones de ningún tipo, no significa que debamos renunciar a un análisis más riguroso del mal y de sus tan complejas como dolorosas manifestaciones.

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