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«Atxaga elige otra forma y muestra al hacerlo ser un creador en la cima de su madurez narrativa, puesto que no teme enfrentarse con un gran tema: la crueldad de un grupo de militares ejercida en una aldea a la orilla del río Congo, pero con un estilo nunca dicho para ese tema y ese contexto.»

«Hay que ser muy escritor para atreverse a tanto, y lograr una obra tan buena, cuando se trata de la colonización en el río Congo, incluso sin evitar la imagen de la serpiente que fluye por esa herida oscura, narrada aquí como si se tratara de vidas concretas, de sueños, de deseos.»

(ABC de las artes y las letras, 11 de abril, 2009)
José María Pozuelo Yvancos
 
 

Al terminar esta novela de Bernardo Atxaga he ido a aquellas palabras pronunciadas por el Rey Leopoldo II de Bélgica en el acto fundacional de la Asociación Internacional par la Exploración y la Civilización de África: «El tema que nos reúne hoy aquí es el mismo que apremia a los primeros amigos de la humanidad. Abrir a la Civilización la única parte del globo donde ella no ha penetrado todavía, horadar las tinieblas [percer les ténèbres, dice el original en cursiva] que envuelven a poblaciones enteras, es lo que yo me atrevo a decir, una Cruzada digna de este siglo de progreso».

Es posible que ese «percer les tenebres» pudiera influir en el título de la novela de Joseph Conrad, Corazón de tinieblas (traducido habitualmente con unos artículos que no figuran en el título original). Resulta difícil no pensar en esta obra maestra tratándose del comercio con caucho y caoba, del río Congo y del personaje de Leopoldo II que aparece también en la novela de Atxaga desprovisto de toda aureola civilizadora. Resulta igualmente difícil no reconocer lo arriesgado del reto. Pero el acierto principal de Siete casas en Francia es que ha evitado cualquier posible homología con la novela del escritor polaco. Ni remedos, ni homenajes. Había que expresarlo de otro modo, porque la percepción y expresión de Conrad estaba ya hecha y de qué insuperable modo.

Otro tono. Atxaga elige otra forma y muestra al hacerlo ser un creador en la cima de su madurez narrativa, puesto que no teme enfrentarse con un gran tema: la crueldad de un grupo de militares ejercida en una aldea a la orilla del río Congo, pero con un estilo nunca dicho para ese tema y ese contexto. Es decir, haciendo su propia novela, y ofreciendo el horror de la manera como éste nace y habita: sin ser percibido como tal por quienes lo perpetran, sino con a naturalidad con que, por ejemplo, un turista de nuestros días se da una ducha en el hotel de cinco estrellas, pongamos por caso, de la india, después de haber visto la miseria extrema de los otros que son fundamentalmente eso, otros.

Atxaga, terminado con El hijo del acordeonista el ciclo de Obaba, aborda un asunto de dimensión y espacio muy diferente, y este crítico se ha preguntado dónde residía la razón última de su excelencia. Para explicarlo quizá convenga recordar que, aunque fuera del País Vasco es poco conocido como poeta, continúa siéndolo. Como todo poeta, sabe que el acierto de un poema es dar con un tono, una música, una actitud hacia el lenguaje. También porque la poesía como ninguna otra arte sabe de lo gastado de las palabras.

Esta novela se enfrenta al horror del Congo sabiendo que la mejor manera de decirlo es mirarlo con otro tono y otra música, como lo ven los personajes, esto es, naturalizando extremadamente la crueldad o la ambición, presentando como normales los instintos, que fluyen como si no hicieran daño, incluso permitiéndose algunas bromas (excelente la imagen del traslado de la Virgen con el obispo), o la constante manera como el comandante Lalande Biran da vueltas a su venero lírico y la duplicidad de la mente de Van Thiegel.

Amos y esclavos. La apuesta de Bernardo Atxaga es haber metido una novela de aventuras en el corazón de la crueldad, como si ésta se pudiera ya mirar únicamente en el disfraz de sus muecas cotidianas. El concurso con el que se divierten disparando sobre los monos atados, la vida cuartelera que va contabilizando en machadas y borracheras, el barro incesante de una condición malsana, como la manera de resolver sus instintos sobre niñas, que parece una condición más en la vida cotidiana de Yagambi, aldea donde se concentra una docena de personajes soberbiamente trazados (con alguna excepción). Tanto Biran como Van Thiegel, Cocó, son formidables personajes, socios ambos en el contrabando de marfil y caoba para ir comprando las siete casas que la adorable Christine añora en Francia. Entretanto, a gastar años podridos de vida cuartelera, en un contexto de amos y esclavos, servilismos y odios reconcentrados que, sin embargo, fluyen con una lengua narrativa convertida en vehículo de una novela que parece una aventura.

Es posible que algunos lectores se queden en las peripecias, porque su no dramatismo es muy elocuente. Pero la mayor parte verá espoleada su conciencia. El espacio simbólico de la dominación ha convertido las anécdotas en una cotidianeidad hiriente. Y juega en ello su mejor baza. La única salvedad habría que hacerla para las motivaciones y perfil del personaje Chrysostome, cuyo idealismo virginal resulta pedagógicamente excesivo y poco verosímil. Lo demás es soberbio, tanto si se mira desde la intensidad creciente de una historia que ahonda cada vez más en la tiniebla, como si se mira como un lenguaje que nutre atmósferas, en que el lector está viviendo durante unas horas y en las que resulta atrapado.

Hay que ser muy escritor para atreverse a tanto, y lograr una obra tan buena, cuando se trata de la colonización en el río Congo, incluso sin evitar la imagen de la serpiente que fluye por esa herida oscura, narrada aquí como si se tratara de vidas concretas, de sueños, de deseos.

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